Fue en 1986 cuando se creó, a iniciativa del dramaturgo Alejandro César Rendón, la Escuela de Escritores de la SOGEM (Sociedad General de Escritores de México). Primera en su género en México y de muchas otras partes en el continente y en España. Aunque por Norman Mailer, en su libro, Un arte espectral. Reflexiones sobre la escritura (The Spooky Art. Thoughts on Writing), me entero que desde los años treinta-cuarenta se impartían cursos de escritura de ficción en Harvard, la universidad donde estudió ingeniería. El mismo Mailer comentó sin pudor cómo le preocupó desde el principio que sus cuentos y luego sus novelas fueran aceptados por el público, esto es, que se vendieran. Tal vez éste sea un signo en los cursos, licenciaturas y maestrías, al respecto, en las universidades estadounidenses. Lo cual tiene una razón de ser. Las leyes de los mercados se pueden estudiar; y las obras literarias, desde este punto de vista, no tienen que ser ajenas a este fenómeno. Más allá, sin embargo, el arte literario más profundo u original, no se puede enseñar, tan solo mostrar, estudiar, guiar, pero no dar reglas o fórmulas para conseguirlo, como tal vez es posible con un arte de “mercado”.

A propósito de la Escuela de Escritores de la SOGEM, siempre la ha rodeado un aire romántico de escuela para enseñar a escribir el arte literario, pero más complicado, porque en sus programas de estudio, de acuerdo con las disciplinas de sus socios mayoritarios, aparece la escritura de guiones de cine, televisión y obras de teatro, además de algunas materias de reforzamiento cultural o del oficio de escritor. Esto se ha venido dando, en algunos momentos mejor que en otros, desde 1986.

La SOGEM, hay que entenderlo, es una sociedad de gestión colectiva en defensa de los derechos de autor que, entre sus servicios, no está el de la preparación de nuevos escritores. No obstante lo ha hecho durante estos treintaicinco años, sin ayuda oficial alguna.

Los tiempos cambian, dice la canción de Bob Dylan de los años sesenta. La forma en que se transmite el conocimiento al alumnado no tiene que ser siempre igual. Los medios-ambiente también cambian. Y el medio es el mensaje, cito a Herbert McLuchan. Tampoco me refiero a novedades, modas, que desechen el pasado, la experiencia. Al contrario, reconozco que la tradición y la actualidad no tienen por qué ser antagónicos.

La Escuela de Escritores es, de este modo, sui generis. No es una Facultad de Letras. Ignoro si se ha entendido así desde su creación. La forma  como un escritor enseña a su pupilo es diferente a la del académico, por más que un escritor-profesor sea, en su caso, también académico. Y en esta enseñanza no pocas veces el escritor-profesor se va a referir a su experiencia como escritor. Éste no es un conocimiento que se encuentre programado universitariamente de manera necesaria, suele ser un conocimiento adquirido personalmente: la experiencia de escritor.

Esto puede ser mal interpretado por el alumno desorientado, al considerar que este profesor-escritor habla solo de sí mismo y de sus intereses personales y no de una materia estudiada por otros, como es la enseñanza convencionalmente aceptada. Milán Kundera escribió: “un novelista que habla del arte de la novela no es un profesor que discurre desde su cátedra. Imagínenlo más bien como un pintor que les acoge en su taller, donde, colgados de las paredes, sus cuadros los miran desde todas partes”.

La Escuela de Escritores de la SOGEM vive un momento de transición importante. Vislumbro en ésta y en las escuelas que han seguido su camino, el fantasma de la deserción de alumnos. O peor, el dominio de los alumnos que pagan y que exigen, sin saberlo, alejarse de la idea original: enseñar el oficio de escritor. Creen que en la clase se deben dar fórmulas y ecuaciones para escribir este o aquel género en un cuatrimestre. Y no se puede, en unos menos que en otros.

Desde los años setenta me preocupó la interrogante de cómo se puede enseñar a escribir ficción, historias de personajes de ficción o tomados de la vida inmediata, a un público general. Hace dos mil o dos mil quinientos años los griegos crearon personajes teatrales y aún son la base. Pero más narrativamente, creo que, de acuerdo con mi larga experiencia en talleres literarios, hay que seguir la necesidad de contar una historia y luego continuar con el análisis del texto que resulte. Desde hace décadas, he practicado el análisis de textos solicitados ex profeso como forma de  enseñanza-aprendizaje. Tal experiencia la extenderíamos, mutatis mutandis, al aprendizaje de los géneros audiovisuales.

De este modo surge la idea del oficio de escritor. Éste es posible adquirirlo o iniciarlo en el nuevo diplomado de la Escuela de Escritores de la SOGEM, que se ha reducido a un año, pero que gana en intensidad y en la introducción en el oficio de escritor de historias. El alumno no se queda en una sola especialidad, sino que su aprendizaje abarca los géneros narrativos por antonomasia, sin materias superfluas, guion de cine y televisión, teatro, novela, cuento, poesía, ensayo literario y redacción, esencialmente. Se espera que el alumno termine mejor preparado para sobrevivir en diferentes gremios y, en general, social y -quizás- hasta económicamente.

Juan José Arreola alguna vez dijo que un texto literario se construye como un artesano lo hace con su material: con las manos. Mencionó, como ejemplo, a un ebanista que trabaja con la madera. Al escucharlo, me imaginé a un escritor construyendo su texto (formado de lenguaje) con las manos, exactamente. Me recuerda de algún modo a la mística de la Bauhaus de los años treinta que hacía de objetos útiles una obra de arte (muebles, verbigracia), que, en el arte narrativo, el escritor aproveche para hacer una obra personal.

Pero eso sí, como decían en la Escuela de Escritores de la SOGEM, hace años, “el talento es el de cada quién”. Me atrevería a agregar, subrayando la necesidad de que los maestros de la Escuela sean escritores en ejercicio, una Escuela de escritores para escritores.