Dos lamentables eventos han sacudido la conciencia internacional. Se trata del incendio, hasta hoy accidental, de la Catedral de Notre Dame en Paris, el 15 de abril último, así como de los atentados terroristas que tuvieron lugar en Colombo, Sri Lanka, precisamente el Domingo de Resurrección, cuyos objetivos fueron cuatro hoteles de lujo y tres iglesias cristianas, dos de estas católicas y la otra evangélica. En este cobarde acto perdieron la vida 290 personas y más de 500 resultaron heridas. A tales hechos se agrega la detención, en Nueva York, de un estadounidense que deambulaba por la Catedrtal de San Patricio el 17 de abril, con dos bidones de gasolina y encendedores.

Son tres casos desconectados, pero cuyo denominador común es el profundo dolor e indignación que causa todo evento que atente contra los valores y símbolos civilizacionales de cualquier cultura. En el caso particular de Sri Lanka, los ataques fueron una mezcla de resentimiento social e interpretación dogmática de la fe por parte de personas o grupos extremistas que, manipulados, arremetieron contra los citados hoteles como signos externos de la riqueza, y peor aún, violaron la paz que pregonan todas las religiones.

A principios de los años noventa del siglo pasado, Samuel Huntington adelantó que el conflicto mundial por venir ya no sería entre Estados o ideologías, sino el choque de civilizaciones diferentes. Sin descalificar al Estado como principal actor de las relaciones internacionales, sustentó entonces la tesis de que la creciente occidentalización del mundo genera nuevas fricciones, ya que muchos países no comparten esos valores identitarios y culturales, que a final de cuentas son los de la cristiandad. De igual manera, argumentó que la mayoría de los pueblos poco o nada se benefician de la democracia formal y de la globalización, procesos que occidente presenta como detonadores del desarrollo y que, en el caso de la segunda, ha probado sus limitaciones para alcanzarlo.

En la coyuntura de hoy, al diferendo civilizacional se agrega el componente de concentración de la riqueza en unas cuantas naciones, y de exclusión y pobreza en los países periféricos. Es un coctél temerario, que además de nutrir rencores sociales, en el plano religioso estimula la interpretación radical y dogmática de textos litúrgicos. El tema es delicado porque en la construcción de la narrativa de lo sagrado, el islam y el cristianismo coinciden en estimular la ejemplariedad de vida, como ocurre con los mártires y los santos. Esta postura teológica, cuando se lleva al extremo, abre una ventana de oportunidad a quienes sostienen que la defensa de su religión, incluso por medios violentos y la autoinmolación, es el mejor servicio que se puede hacer a Dios.

En Notre Dame, el terrorismo no fue el causante del incendio, pero claramente es responsable de los bárbaros acontecimentos de Sri Lanka. Lo de Nueva York parece más la iniciativa aisalda de un lunático, quizá influenciado por el impacto social de lo acontecido en Paris y Colombo. Como sea, en los tres casos las sensibilidades son muy fuertes y generan tensiones porque involucran templos que resguardan la médula identitaria de la civilización occidental.