En Bucarest, Rumania, se efectuó recientemente una procesión con las reliquias de San Juan Pablo II. Para una nación que no es católica, el evento se desarrolló de manera ordenada y sin animosidades. Según las crónicas, el cristianismo lo introdujo en esta bella nación de Europa Oriental el Apóstol Andrés y fue reafirmado por los romanos, quienes entre los siglos I y III DC dominaron amplias regiones de su actual territorio. Desde entonces, la cercanía emocional de los rumanos con la Ciudad Eterna es notable y se refleja tanto en su idioma de origen latino, como en su Himno Nacional, donde se reconocen como hijos de Trajano, el legendario emperador de la Caput Mundi que derrotó a Decébalo, entonces gobernante de Dacia, hoy Rumania.
Paradójicamente, esa cercanía no es empática con la autoridad eclesial de Roma. En 1872, con la ruptura del Metropolita de Ungrovalaquia y Moldavia, del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, se fundó la Iglesia Ortodoxa Rumana, la cual es autocéfala (con cabeza propia) y desde 1925 tiene su propio patriarcado. Su originalidad e independencia no impiden, sin embargo, que exista un respeto recíproco e incluso un fructífero diálogo interreligioso entre el Papa católico y el Patriarca ortodoxo. Así lo confirman la histórica visita que efectuó Juan Pablo II a Bucarest en mayo de 1999, cuando se reunió con el Patriarca Teoctist, y la más reciente, de junio de este año, en la que Francisco se entrevistó con el Patriarca Daniel y visitó diversas regiones de Rumania, donde fue recibido con el entusiasmo popular que es propio de sus giras internacionales.
La procesión con las reliquias de Juan Pablo II “El Grande”, no es una mera anécdota. Donadas a Rumania en 2011 por el cardenal Stanislaw Dziwisz, quien fuera secretario privado de Karol Wojtyla durante su reinado, constan de un pequeño lienzo con gotas de su sangre. Su culto cumple con el deliberado objetivo de impulsar la narrativa histórica de la Iglesia Católica, sobre el valor que otorga a la ejemplariedad de vida, como instrumento privilegiado de conversión espiritual. Dicho de otra manera, esa procesión fue un gesto religioso, y de alguna manera político, que aspira a seguir abriendo brecha a favor de la reconciliación entre las sedes Petrina y patriarcal de Bucarest.
Así, de forma discreta pero siempre efectiva, la Iglesia Católica da continuidad al proceso de reposicionamiento global del Vaticano, en la posguerra fría. Se trata de la versión actualizada de una diplomacia pontificia que, a través de los signos pastorales y ecuménicos que son propios de la religión, actualiza aspectos doctrinarios y vigoriza los esfuerzos desplegados en los sesenta y setenta del siglo pasado por San Juan XXIII y Paulo VI a favor de la “civilización del amor”, y también los del propio Wojtyla para consolidar la “globalización de la solidaridad”. En todos estos casos, incluso hoy con Francisco, el eje central ha sido el compromiso de la Santa Sede con la paz, la justicia económica y el respeto al Derecho Internacional. De esta manera, sin prisa y a manera de contrapeso a la pérdida de credibilidad en el liderazgo de algunas potencias mundiales, Roma proyecta valores morales y aspira a ganar vocaciones y a recuperar hegemonías dogmáticas. En las relaciones internacionales del Siglo XXI, la Santa Sede es un actor clave, previsible y congruente con la defensa de los pobres y de un mundo justo.
Internacionalista.