No obstante la violencia y los enfrentamientos armados que ocurren en diferentes regiones del mundo, cuando se habla de guerra la percibimos lejana y ajena, aludimos a la historia y damos por sentada la gratuidad de la paz, por endeble que sea. Como en los aciagos tiempos del enfrentamiento Este-Oeste, persiste el criterio de que un conflicto bélico de proporciones mayores es impensable gracias a la calidad del arsenal militar de las potencias, que lo utilizan como el principal disuasor de un enfrentamiento que, de darse, acabaría con el género humano. Sin embargo, ese enfrentamiento es posible.
Habituados a los factores de tensión y distensión de la posguerra fría y a la presunción de que el fin del conflicto bipolar favorece la concordia entre las naciones, pasamos por alto que, a las amenazas tradicionales a la paz y la seguridad mundiales, hoy se agregan otras, no siempre tan visibles pero tanto o más letales que las armas de destrucción masiva. En efecto, invocando la tesis de servidumbre natural de Aristóteles o aquella que postuló Hobbes, de que el hombre es el lobo del hombre, actores relevantes de la comunidad internacional se están distanciando de los valores que sostienen el orden liberal de la segunda posguerra y, peor aún, de la corresponsabilidad inherente a todos los pueblos de preservar la sustentabilidad del planeta y sus recursos.
Estas tendencias se materializan en el deterioro constante de la capacidad de los foros multilaterales, de vocación universal o regional, para mantener la paz y estimular la cooperación, con base en lo que dispone el Derecho Internacional. De forma similar, repercuten en organizaciones de seguridad y defensa, como la OTAN, la cual está hoy un tanto desorientada porque su diseño responde a los paradigmas de amenaza y contención de conflicto de la Guerra Fría, y a un reparto de zonas de influencia que carece de sustento en el mundo actual. Para documentar mejor el cuadro, a treinta años de la caída del Muro de Berlín, gana terreno la globalifobia y con ello se debilitan las fuerzas unificadoras que transformaron la fisonomía europea y alentaron el libre comercio, la democracia y el escrutinio de los Derechos Humanos en todo el orbe.
Así las cosas y en un entorno frágil e impredecible, avanzan los impulsos disgregadores de actores hegemónicos que polarizan el espectro político global, al postular que la mejor fórmula para defender intereses nacionales la brindan el aislacionismo, el unilateralismo y el poder. En sentido contrario, otros actores apuestan por los enfoques multilaterales y la seguridad multidimensional, convencidos de las bondades del equilibrio del poder y de que, ante conflictos reales o potenciales, siempre será mejor un mal acuerdo que una buena guerra. Sin embargo, en este diseño maniqueo hay un añadido muy peligroso: el de la delincuencia internacional organizada, que para cometer sus ilícitos no duda en recurrir a cualquier medio, convencional o no, para atacar a personas, estados e instituciones. Por si fuera poco, también están los terroristas, que tuercen lo divino para invocar a Dios como aliado supremo del extremismo, paradójicamente en un mundo donde crece el relativismo y en el que son cada vez más confusas las fronteras entre el bien y el mal.
Internacionalista.