De conformidad con su idiosincrasia y su tradición histórica, cada pueblo delinea y consolida su forma de gobierno. En el Reino Unido de la Gran Bretaña la monarquía evolucionó de su antecedente absolutista al modelo constitucional, para depositar la soberanía popular y su ejercicio en la Cámara de los Comunes, distinguiéndose las titularidades de la jefatura del Estado en la Corona y de la jefatura de gobierno en el Primer Ministro y su gabinete.

La evolución democrática transformó la monarquía británica para separar las funciones de reinar y de gobernar. En las palabras de Walter Bagehot, la separación de las funciones públicas entre las partes solemnes –dignified parts– y las eficientes –efficient parts–. Por un lado, la Corona y la Cámara de los Lores y, por el otro, el gabinete y la Cámara de los Comunes. Las primeras, y particularmente la Corona, aportan el sentido de unidad nacional para una sociedad compleja, y las segundas reflejan la pluralidad política; la Corona –la solemnidad– se ubica por encima de la cotidianeidad del debate político y el ejercicio del poder, y las partes eficientes asumen la responsabilidad del gobierno y las consecuencias que ello implica.

Este inicio de año el pueblo británico conoció la determinación del Príncipe Enrique, Duque de Sussex y su esposa Meghan Merkle, de separarse de las funciones que la tradición les requiere como miembros de la familia real, debido a su ubicación en la línea de sucesión a la Corona.

En un mundo donde abunda la incertidumbre y las personas tienen que esforzarse y luchar por abrirse paso y lograr un lugar en la sociedad, ¿por qué una persona “predestinada” decide tomar distancia de esa certeza? ¿Por qué salir de la comodidad de la protección y las prerrogativas de la Corona? ¿Por qué ir en contra de la tradición?

Durante buena parte del siglo pasado se ha ventilado en el Reino Unido, y en algunos países de la Mancomunidad Británica de Naciones incluso se ha deliberado sobre el papel y la necesidad de la institución monárquica, de esa parte solemne de su Estado. Se han apuntado consideraciones sobre el financiamiento de la institución, sobre su eventual modernización y sobre su utilidad para la nación en los tiempos presentes. Y, más en el fondo, se ha reflexionado sobre la vigencia de su representatividad para el pueblo, donde el principio de la función vitalicia de la titular de la Corona y la sucesión hereditaria del cargo contrastan con la fluidez del cambio con que se confieren la titularidad de la jefatura del Estado en otros regímenes parlamentarios que dejaron atrás la monarquía.

Frente a esas expresiones, el caso británico muestra características propias. Elizabeth II recibió la Corona en forma contraria su destino inicial esperado y antes del tiempo razonablemente previsible para ello. Ha sorteado –con buen éxito– distintas crisis y presenta un largo reinado que en retrospectiva puede ayudar a explicar la decisión de su nieto Enrique.

A la muerte de Jorge V en 1936 le sucede Eduardo VIII, quien antes de un año y sin haber sido coronado abdica en favor de su hermano Alberto para casarse con la estadounidense Wallis Simpson (unión que no consideró factible el gabinete, por la condición de divorciada de esa mujer estadounidense), quien reinó como Jorge VI entre 1936 y 1952. Un episodio potencialmente cismático. Uno de los resultados fue convertir a su hija Elizabeth en la predestinada y, con ella, la consecuencia para su descendencia y su familia; la familia real de cuyas reglas y dependencia hoy construye su separación el Príncipe Enrique.

Vuelvo al gran Bagehot y su obra “La Constitución Inglesa”, cuando escribe que “la monarquía es una forma de gobierno que concentra la atención pública sobre una persona cuya acción nos interesa a todos…”, que “en resumen: el soberano bajo una monarquía constitucional como la nuestra, goza del triple derecho de ser llamado a dar su opinión, animar, y por último, a hacer sus advertencias…” y que “el rey no puede ser más que un hombre como tantos otros; a veces será un hombre inteligente, y otras será un estúpido. Por lo general, no será ni lo uno ni lo otro; será el individuo simple y corriente, nacido para seguir trabajosamente los pasos de la rutina desde la cuna hasta el sepulcro.” Por ello, la máxima de su formación es el deber heredado y anteponerlo a sus deseos personales.

Elizabeth II nació en 1926 y en febrero entrante completará 68 años en la Corona. ¿Podría haber abdicado a favor de su hijo Carlos, Príncipe de Gales? Sí, pero no lo he hecho y pienso que no lo hará; el heredero de 71 años con toda su existencia en la línea de sucesión y una imagen que divide la opinión, pero con mayoría hacia el saldo negativo. Le continúa en esa línea el Príncipe Guillermo, nacido en 1982 y luego sus descendientes Jorge, Carlota y Luis, hoy menores de edad. El siguiente -sexto en la línea sucesoria- es quien anuncia su decisión por separarse de la familia real y abandonar los roles protocolarios que se les asignan a sus miembros en representación de la Reina o, más bien, de la Corona.

Estamos ante una monarca longeva y exitosa en la afirmación del pueblo británico por su función como jefa de Estado, un príncipe heredero sin la imagen y la consistencia que parecerían requerirse, pero que también puede ser longevo, y un príncipe joven a quien se ha formado -parece que con puntualidad- para asumir la Corona en su momento.

Salvo que se recurra a las obras históricas de William Shakespeare para elucubrar sobre hechos y formas que alteraron la línea de sucesión en la monarquía inglesa, el lugar reservado para el Príncipe Enrique es claro y muy limitado: las funciones sustitutivas y complementarias que le asignen bajo el régimen de conducta pública de un miembro de la familia real; y muy probablemente durante toda su vida.

En realidad, la Corona británica reserva toda su solemnidad y funciones de Estado a una sola persona, a su titular. Si bien por razones de Estado la línea de sucesión y la familia implícita son objeto de cuidado y atención, ello ocurre como una derivación necesaria, pero cuya significación y relevancia se aleja en orden directo a la prelación sucesoria.

El anuncio hecho por el Príncipe Enrique y su ejecución se presentan como un elemento interesante en la adaptación de la Corona británica a la realidad contemporánea. El predestinado a la sombra –por así decirlo– rechaza esa tradición, afirma su independencia y decide aligerar la carga sin renunciar al destino de la sangre y, ahora, de su propio ingenio y voluntad.