Durante el pasado período de sesiones del Congreso, el Ejecutivo de la Unión presentó ante la Cámara de Diputados una iniciativa de reformas al artículo 4º constitucional para ampliar la esfera de derechos sociales en esa jerarquía de nuestro orden jurídico. Se trata de cuatro previsiones sustantivas y dos operativas, una de ellas de aspiración permanente.
En lo sustantivo: a) la garantía de dar servicios de salud –progresiva, cuantitativa y cualitativamente– para la atención integral de la población mexicana, en particular para quienes carezcan de seguridad social; b) el otorgamiento de apoyo económico a quienes tengan una discapacidad permanente, dándose prioridad a menores de edad, indígenas hasta los 64 años y personas en condición de pobreza; c) el derecho a una pensión para las personas mayores de 68 años –aunque no hubieren contribuido a un sistema de seguridad social– o de 65 años tratándose de población indígena; y d) el establecimiento de un sistema de becas para estudiantes de todo nivel escolar que pertenezcan a una familia en condición de pobreza.
Y en lo operativo: e) la emisión de la legislación reglamentaria por el Congreso General para el cumplimiento gradual de esos derechos y la concurrencia de los tres órdenes de gobierno en ese objetivo; y f) el principio de no reducción –en términos reales– de los recursos asignados en los presupuestos federal y de las entidades federativas para los cuatro “programas” que se incorporarían al texto constitucional.
Para la larga trayectoria del Estado mexicano en el establecimiento y expansión de los derechos sociales en la Constitución, la iniciativa presidencial no constituye una novedad, sino una proyección de la vertiente que revolucionó al Derecho Constitucional en 1917 al establecerse en la llamada Constitución de Querétaro tres derechos sociales del más amplio espectro: educación, propiedad social de la tierra y trabajo.
Ahí nace el constitucionalismo social, que continuará hasta nuestros días con el reconocimiento de otros derechos: a la protección de la salud, a la alimentación, al agua para consumo personal y doméstico, a la vivienda digna, a la cultura, al medio ambiente sano, a la cultura física y el deporte y a los bienes necesarios para el consumo popular a precios justos.
Parece relevante apreciar que, en materia social y de acuerdo al sentimiento nacional más extendido, el nuevo régimen plantea continuar con la ruta trazada: la expansión de los derechos sociales y su ubicación prioritaria dentro de los fines de nuestro Estado. No hay aquí una nueva narrativa sobre la estructura para conformar y ejercer el poder público y los principios que le dan sentido.
Sin embargo, sí se distingue un impulso a favor de incorporar en la Ley Fundamental no esos derechos sociales o no sólo los derechos sociales aludidos, sino cuatro programas establecidos durante la presente gestión gubernamental por la vía de la decisión política válida y la aprobación de los ingresos necesarios en el presupuesto de la Federación, con base en la mayoría de Morena en la Cámara de Diputados. Son derechos y programas en una narrativa política propia: la atención de la cuestión social como el estandarte de la actuación del presidente de la República o la apropiación del discurso social en esa figura, incluidos los derechos sociales que le anteceden.
Se advierte, por un lado, una situación de reflexión y análisis para nuestro federalismo y las gestiones de gobierno en las entidades federativas y, por el otro, una cuestión de largo aliento para la efectiva viabilidad de los derechos y prestaciones que resultarían exigibles.
Hasta ahora el sustento presupuestal de los programas presidenciales de apoyo económico para personas con discapacidad permanente, de pensiones para personas adultas mayores y de becas para estudiantes en condición de pobreza, ha recaído estrictamente los recursos de la Federación. Con las modificaciones planteadas y la emisión ulterior de la legislación para su ejecución, la mayoría de Morena y sus aliados en las Cámaras federales implicaría comprometer la autonomía de las entidades federativas para decidir sobre el ejercicio de sus correspondientes erarios.
Visto sólo desde la óptica política, ¿programas anclados en la narrativa presidencial con recursos presupuestales locales? Al menos habría que convenir el quién, el cómo y el cuándo. Y desde la óptica del orden jurídico, ¿qué compete a cada uno de esos órdenes de gobierno en materia de financiamiento (incluido el origen de los recursos), prestación de servicios, administración del programa, rendición de cuentas y evaluación de resultados. También habría mucho que construir desde esta perspectiva.
En el horizonte de más largo aliento, hacia atrás y hacia adelante, cabe poner en perspectiva que uno de los principales generadores de la crisis de credibilidad y confianza ciudadana en los poderes legislativos del mundo y en las leyes que aprueban a partir de la erupción en el pensamiento de la idea del Estado de bienestar, es la distancia entre lo plasmado en la norma y la realidad cotidiana. O dicho de otra forma, la marcada tendencia a resolver los problemas –en este caso sociales– con normas jurídicas, con leyes, con el reconocimiento de derechos, pero sin una prospectiva razonablemente asequible para lograr su cumplimiento gradual efectivo.
¿Realmente podría un representante popular oponerse, soslayar o posponer la posibilidad de conjuntar talento y esfuerzos para mejorar las condiciones de vida de las personas en cuyo nombre –lato sensu– actúa? No, no sería comprensible ni explicable. Sin embargo, la prueba en el mundo –y nuestro país no es excepción– es abundante en la aprobación de legislación social de vanguardia que no se cumple o encuentra la realidad económica y social como su límite. Sirva de ejemplo el efecto de esa realidad en los sistemas de pensiones contributivas de muchos países desarrollados, por no mencionar los de desarrollo intermedio y los de menor desarrollo relativo.
Si atendemos lo acordado en el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU o el Protocolo de San Salvador de la OEA a los cuales pertenecemos, la mayor tutela de un derecho viene de postularlo en forma amplia y general, no como programa de gobierno en la Constitución, al tiempo que la efectiva vigencia de esos derechos –incluida su exigencia por vías jurídicas– implica procesos de planeación y uso eficaz de recursos, desarrollo de capacidades para el acceso a los derechos sociales en forma integral y determinación de prioridades para ir de la subsistencia mínima garantizada a toda persona al disfrute de los demás derechos sociales.
El órgano revisor de la Constitución se enfrenta una situación singular: avanzar en la tradición del constitucionalismo social mexicano, contemplar el sistema federal en esa ampliación, asegurar derechos más allá de programas sexenales, sustentar el cumplimiento gradual con suficiencia financiera y evitar que políticas asistenciales dominen y sometan al verdadero desarrollo social.

