El mundo se enfrenta a una crisis global de proporciones todavía desconocidas, pero previsiblemente de gran escala por los efectos del virus SARS CoV 2 (Covid-19) en la salud y las vidas de la población del planeta y, como consecuencia directa de las medidas de mitigación y de contención requeridas para evitar el contagio y su velocidad, en la economía mundial.

Para enfrentar la pandemia hay que desacelerar y hasta parar las actividades económicas que sustentan la viabilidad de cada persona, de cada familia, de cada comunidad y de cada país. Así como los millones de contactos entre las personas en una sola jornada pueden esparcir el virus y generar el colapso inmediato de los servicios de salud, la pausa en las miles de millones de interacciones económicas cotidianas puede generar el desplome del fino y –casi siempre– dado por sentado, entramado de transformar el trabajo de cada quien en el motor de la producción y de la riqueza colectiva que requiere el progreso.

Esta emergencia sanitaria y sus efectos en la economía, toma a nuestro país en momentos políticos complejos. Y, si bien como escribió Plutarco en Consejos políticos, “en todo pueblo existe una mala disposición y un recelo contra los que ejercen la política…” y la sospecha de que sus acciones son fruto de una confabulación, ahora, como en otros momentos, pero quizás con mayor apremio, hace falta la política; la buena acción política, presidida por las virtudes de la prudencia y de la tolerancia.

Nuestro escenario a pinceladas: pandemia y afectación sistémica de la economía y las finanzas mundiales; confrontación y polarización políticas promovidas por el presidente de la República; propuesta de transformación a su cargo, sin construir acuerdos básicos; agravamiento previo de la situación económica nacional por acciones del nuevo gobierno, y grave pérdida del control territorial y la seguridad pública por parte del Estado desde hace varios lustros.

Otra realidad dura: somos un país con economía emergente y una abismal y muy lastimosa desigualdad, con el saldo mayor que puede prefigurarse como resultado de la crisis en el umbral si no se adoptan los acuerdos y las medidas para evitarlo y, con ello, otras consecuencias de más profundos desequilibrios sociales.

Comentaba en la colaboración anterior que atender con buen éxito la crisis requiere unidad, pero no en torno a una persona por el hecho de ocupar un cargo, sino con base en la adhesión a valores y principios que trascienden las legítimas diferencias políticas. No es imposible, pero sí complicado, sobre todo porque quien ostenta el Ejecutivo Federal persiste en renunciar a la función de jefe de Estado. Para muestras, sólo las recientes en plena crisis: la ilegal consulta sobre una planta cervecera en Mexicali, las giras de contenido proporcionalmente irrelevante para el uso del tiempo del mandatario en estos momentos y el encuentro con la madre de Joaquín Guzmán Loera en Badiraguato. Esto último con la ofensa brutal a las Fuerzas Armadas y el mensaje de “convivencia” con la delincuencia organizada más peligrosa que se envía al país.

Sin embargo, en la crisis tenemos que trabajar con lo que está disponible y el sistema presidencial –salvo ahora la revocación del mandato en nuestro caso– no está equipado con fórmulas para relevar al jefe del Estado y del gobierno cuando sobreviene la pérdida de la confianza.

Y la crisis que se avecina se percibe gigantesca y demandante de las mejores artes y cualidades en todos los ámbitos del quehacer nacional, especialmente el político. Valoremos hacerle frente, desde la política, con base en, al menos, tres premisas.

Primera, a aceptar que las circunstancias han cambiado radicalmente y que los mandatos conferidos y los planes formulados en consecuencia para la acción pública deben revisarse, ajustarse y reorientarse en razón de la nueva situación y sus exigencias. Las mentes políticas no pueden estar atadas o sojuzgadas a hechos y condiciones que ya no existen. Renovarse o perecer. Es mejor entenderlo antes que después.

Segunda, ubicar las prioridades en orden correcto y refrendar la voluntad de ver por el todo -por la Nación- antes que por la parte –por lo de cada formación política o de cada quien–. En las hermosas palabras que Tucídides (Historia de la Guerra del Peloneso) relató del famoso discurso de Pericles: “… es más útil a los ciudadanos particulares el que la ciudad en su conjunto prospere, que el que los ciudadanos prosperen como individuos pero que ella como comunidad decline. Pues un hombre a quien en lo suyo le va bien, si su patria se arruina, no en menor grado deja de perecer con ella; en cambio, si él es desafortunado en una ciudad próspera, podrá salvarse mucho mejor.” Antes de la disputa por la Nación hay que preservar a la comunidad que la sustenta y le da sentido y razón de ser.

Tercera, actuar con auténtico sentido político y visión de Estado para promover y asegurar la viabilidad de las acciones que hagan factible transitar la crisis con la menor afectación posible para toda la Nación, particularmente las personas más vulnerables. Ello exige altura de miras de todos y no responsabilizar a otros de la crisis para colocarse fuera de la zona de peligro frente a la ciudadanía.

Desde siempre, la comunidad requiere certidumbre. En la vida política, una forma de ver el orden constitucional es como el anhelo de la comunidad soberana por desterrar la incertidumbre. En tiempos de crisis la intranquilidad social deviene de ese sentimiento negativo; por ello desde los órganos depositarios del poder público el bien más preciado que puede generarse en la certidumbre. Ello requiere acuerdos entre quienes sostienen ideas distintas para la conducción del país.

Intranquiliza la noción presidencial misma del momento, cuando declara que “aunque han querido los conservadores alentar la división, polarizar, no han podido, ni podrán. Llamo a la unidad, incluso llamo a la unidad a los adversarios, a los conservadores… De modo que a la unidad… Lo interesante es que busquemos la unidad en estos momentos, es una tregua, un mes.

Renunciemos a la crítica más obvia para ir a su propuesta: ¿tregua? ¿De un mes? Muy, pero muy preocupante. No se ha comprendido la magnitud del problema, el reto que implica para México y el orden de las acciones públicas -en el sentido más amplio- que requiere.

¿Cuál es el problema de la tregua? No ir a la articulación del amplio acuerdo político, económico, social y ambiental que se requiere y que empieza por practicar una auténtica convivencia democrática que haga olvidar la confrontación y la polarización que ha caracterizado su gestión y la lleva al fracaso y, de paso, a toda la República.

Me recuerda al cuento de la rana y el alacrán, cuando éste la convenció de cargarla en el lomo para cruzar el río y a la mitad del trayecto el alacrán la aguijoneó. La rana –en la muerte– le reclamó la acción y el alacrán respondió: “no pude resistirlo, es mi naturaleza”.

El problema de la tregua es doble: la naturaleza excluyente del Ejecutivo y que la emergencia demanda un acuerdo sólido, profundo y de largo aliento.

La administración pública federal, desde el inicio, apareció desdibujada, luego sobrevino la percepción de que está a cargo de pilotos de cabotaje y, más tarde, de una grave ausencia de timón. Actúa en forma insuficiente y lenta, cuando el tiempo apremia. Cuando en el mundo se articulan medidas económicas, acá se anuncia la fecha en que las van a anunciar las medidas propias.

Se vale levantar la mira, se vale convocar y escuchar a quienes pueden comprometer su consejo y ayuda por lealtad a México y se vale reconocer que gobernar es complejo y requiere conocimientos. La tregua no da certidumbre. El acuerdo puede contribuir a lograrla.