La cultura es tema angular para el diseño de las políticas públicas. Ámbito prioritario del quehacer gubernamental, se asocia al fortalecimiento identitario y al progreso material de los pueblos. En su dimensión amplia, refleja anhelos colectivos que sintetizan proyectos nacionales y, por ende, los contenidos de la política exterior de todo país soberano.
México ha hecho de la cultura una de sus más eficaces cartas de presentación. Tradicionalmente, su diplomacia cultural ha facilitado un mejor conocimiento de la nación en el extranjero y abierto puertas a la cooperación y el entendimiento con la comunidad internacional. Así ocurrió, por ejemplo, en la Expo Universal de París de 1889, cuando las acuarelas de José María Velasco dejaron ver paisajes originales y atractivos para el imaginario europeo de la época y, de esta forma, las oportunidades de turismo e inversión que ofrecía el porfirismo en los albores del naciente siglo.
Paradójicamente, el trabajo plástico de Velasco también dibujó las contradicciones sociales que años después desencadenarían la Revolución Mexicana. Algo similar ocurrió en la Expo92-Sevilla, cuando con motivo del “Quinto Centenario del Descubrimiento de América – Encuentro de Dos Mundos”, nuestro país presentó un gran pabellón cultural, que sintetizó el estereotipo de México forjado por los llamados gobiernos revolucionarios. Esa característica fue entonces su fortaleza y a la postre su mayor debilidad. En París y en Sevilla el pecado fue el mismo. Para la legítima promoción de intereses económicos y políticos, la autoridad en turno se apropió de una idea particular de la cultura y la convirtió en sello oficial del Estado Mexicano.
Hoy, en circunstancias diferentes, cuando la creatividad contestataria de los “millenials” desplaza al antiguo orden de los “baby boomers”, a México se le presenta una oportunidad histórica para asirse a tendencias contemporáneas y hacer de la paz uno de los ejes articuladores de su nueva y original diplomacia cultural. La paz, que tantas definiciones acepta, incluso la de la guerra, solo es valor universal cuando conjura la violencia y forja el acuerdo. De ahí el mérito de las políticas públicas que la ponen en el centro de su atención, porque con ello se estimula la educación crítica y el pensamiento libre. Cuando la cultura se vincula a la paz, se crean entornos de tolerancia a lo inédito y diverso, adecuados para incitar el talento y la obra de los creadores, en particular de los jóvenes.
En el tema de la paz, México es voz prestigiada. Por supuesto en materia de desarme, capítulo histórico de la política exterior; pero también por sus propuestas para democratizar las relaciones internacionales, alentar el desarrollo y establecer condiciones para un mundo más justo y seguro. Por ello, como resorte de apoyo a la candidatura de nuestro país a ocupar un asiento no permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU para el periodo 2021-2022, la diplomacia cultural está llamada a ofertar los valores trascendentes de la paz, que son en los que México cree. Al hacerlo así, se abrirá a creadores de todas las edades, la veta de una política cultural no estereotipada, que recoge la pluralidad social de nuestro país y brinda la plataforma para el diálogo respetuoso y constructivo de los mexicanos con todos los pueblos del orbe.
Internacionalista.