El mundo pasa por una situación singular, de deficiencias estructurales y complejos problemas coyunturales. Con una agenda “infectada” por Covid19, la acción diplomática de las naciones ocurre en un tablero donde las reglas del juego están cambiando y no hay espacio para soberanías cerradas. La mutación de las relaciones internacionales es resultado de una globalización incompleta e injusta, que aunque invoca méritos, en los hechos profundiza asimetrías económicas, desatiende la agenda del desarrollo y no ofrece señales claras sobre la mejor manera de mantener la paz y la seguridad.
Hoy, los vocablos incertidumbre y catástrofe son comunes y provocan dudas sobre la habilidad del género humano para contrarrestar tendencias destructivas y enfilar hacia mejores horizontes. Agotada la peligrosa estabilidad de la Guerra Fría y ante la falta de liderazgos globales creíbles, se están configurando dinámicas de política mundial sustentadas en una nueva forma de crear y ejercer el poder. En efecto, la crisis del sistema liberal adoptado en la segunda posguerra, ha generado un debate sobre las relaciones internacionales en el que se perfilan dos tendencias. Por un lado, la de algunas naciones poderosas que insisten en mantener el status quo, en seguir adoptando posiciones aislacionistas, unilaterales y guerreristas, que atiendan su interés nacional y proyección hegemónica. Por el otro, una inmensa mayoría de países que abogan por la democracia, el derecho, el escrutinio, la justicia social y la paz.
Esta segunda tendencia agrupa a quienes estiman que la humanidad es corresponsable del destino del planeta, de un vecindario común precarizado por el uso de tecnologías devastadoras para el medio ambiente. Aquí se encuentran los que denuncian armamentismo, terror, racismo, hambre, pobreza y migración; los mismos que se oponen a nacionalismos xenófobos y visiones religiosas excluyentes. Para este grupo de países, el proceso de creación y ejercicio de nuevas formas de poder se vincula a sistemas intelectuales inéditos para el análisis de las relaciones internacionales. Gradualmente, la política exterior de estas naciones está dando forma a mecanismos colectivos de vigilancia y de disuasión política y jurídica, que contrarresten los efectos perniciosos del unilateralismo, en particular mecanismos con herramientas para sancionar abusos de poder, sobre todo aquellos que tienen repercusiones humanitarias. Otras variables, cuyos alcances se exploran, aluden a la adopción una ética global diferente, que recupere valores comunes y genere confianza entre los actores estatales acerca del compromiso de las potencias para cumplir con sus obligaciones frente al Derecho Internacional y los organismos multilaterales de los que son parte.
En estas condiciones, es de esperar la recuperación actualizada del concepto de patrimonio común de la humanidad, que fue tan invocado en los años setenta del siglo pasado y que, lamentablemente, se politizó e ideologizó, en detrimento del desarrollo y la paz. Es de esperar también que los resortes más sólidos del multilateralismo sigan siendo la plataforma común de los nuevos entendimientos diplomáticos. Cierto, Nicolás Maquiavelo sostuvo que “el fin justifica los medios”, y ya vimos cómo nos fue. Ese mismo pensador también dijo que “no puede haber grandes dificultades cuando abunda la buena voluntad”. Es tiempo de descartar la primera frase y de apostar por la segunda.
Internacionalista.