La pandemia de Covid-19 actualiza en el imaginario colectivo preguntas sobre el origen y destino del género humano. En momentos de incertidumbre sobre la habilidad del orden liberal para mantener la paz, fomentar la cooperación para el desarrollo y garantizar la vigencia del Derecho Internacional, la emergencia es un llamado urgente a la responsabilidad de todos los pueblos para preservar al planeta y, con ello, a la propia especie. La crisis sanitaria global también nos hace voltear hacia atrás, para revisar procesos históricos y releer los textos proféticos de las tres grandes religiones del Libro, en especial el que alude a un paraíso terrenal, nunca encontrado, pero donde todo es armónico y magnífico.

Pensar en ese pasado común y perfecto, en el Jardín del Edén, donde el Árbol de la Vida era pródigo en frutos, nos conduce a un callejón sin salida, a una situación extrema, de culpas y reclamos a los que nadie escapa. Es triste pero cierto, hemos labrado con tesón una realidad precaria y peligrosa, que por ahora configura un futuro descorazonador. Sin embargo, la capacidad transformadora del género humano estimula cierta dosis de optimismo sobre un mañana mejor. No es extraño por ello que, en periodos de crisis como el actual, se retome la idea de que el paraíso terrenal es posible, aunque en los hechos su existencia se limite a un mero relato simbólico.

En su famosa obra “Utopía”, Tomás Moro aludió a un mundo tan perfecto como imaginario, similar al jardín primigenio. Sus ideas habrían de ser llevadas al terreno de prueba por Cristóbal Colón, cuando afirmó que, en el Golfo de Paria, había encontrado la entrada al Paraíso. Poco después, religiosos como Vasco de Quiroga y Bartolomé de Las Casas, realizaron experimentos sociales en el Nuevo Mundo y, desde una visión milenarista, afirmaron que era posible construir la edad de oro en América. Los gobernantes no se quedan atrás; al ofertar mejores condiciones de vida para sus gobernados, a lo largo de la historia han pretendido construir sus propios paraísos, por efímeros que sean.

Entre dos y tres siglos después, el industrialismo y los avances tecnológicos, sepultaron esa aspiración idílica y favorecieron el evolucionismo. El salto fue mayúsculo: se pasó entonces del Jardín del Edén y de la promesa de la vida eterna, a la construcción de sociedades democráticas, fincadas en la libertad, la igualdad y la fraternidad. Con el correr del tiempo, ante la incapacidad del liberalismo de garantizar la justicia social, el marxismo y el socialismo real apostaron en el Siglo XX por el hombre nuevo, con pobres resultados.

El paraíso es difícil de definir, pero con paz y oportunidades de progreso, la vida es más llevadera. En cualquier caso, la herencia cultural y espiritual de los pueblos del mundo es hoy una espada de Damocles; un arma de doble filo que, al invocar dogmas económicos y políticos, recrudece conflictos, pero que también proyecta señales de reconciliación, si todas las naciones impulsan el desarrollo con justicia y mitigan la degradación del medio ambiente. Solo así, unidos en lo fundamental, podremos recuperar al planeta azul, nuestra casa común y único paraíso posible, donde inevitablemente seguirá habiendo pandemias, pero ya no provocadas por los abusos del hombre.

Internacionalista