En la memoria tengo la reunión de un Ejecutivo estatal recién estrenado con sus principales colaboradores, en la cual se dio rienda suelta a la presentación de propuestas y proyectos para los seis años del mandato. Lo expuesto implicaba inversiones públicas considerables, por lo cual el mandatario expresó que “el dinero no sería problema” y, de ser necesario, se recurriría al crédito público.

Sin embargo, en el ejercicio de las responsabilidades gubernamentales es incontrastable una verdad: el mayor problema para el cumplimiento de las funciones públicas encomendadas es —precisamente— el dinero. Tener o no la capacidad económica para actuar.

La decisión de los titulares del poder ejecutivo de Aguascalientes, Coahuila de Zaragoza, Colima, Chihuahua, Durango, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Nuevo León y Tamaulipas de retirarse de la Conferencia Nacional de Gobernadores (CONAGO) refleja la crisis política entre la Federación y diversas entidades federativas, pero sobre todo la crisis en torno a la distribución de los recursos públicos que sustentan la posibilidad de acometer sus funciones y cumplir con los compromisos de gobierno.

Desde luego que no es una determinación aislada de los elementos que se conjuntaron a lo largo de la gestión federal en marcha: el establecimiento de la “súper delegados” federales con apariencia de pre-candidaturas a la gubernatura; la imposición de metodología y agenda para la atención de los temas de seguridad pública, en detrimento de una auténtica coordinación con las instituciones federales; la pretensión y acción de centralización de las decisiones y los recursos en el vértice de la administración pública federal; las giras presidenciales a las entidades federativas, donde la nota destacada era la expresión de rechazo al Ejecutivo local por los militantes del partido Movimiento de Regeneración Nacional (MRN); y la polarización política practicada por el inquilino de Palacio Nacional con los responsables de funciones públicas que no militan en el partido fundado por el Ejecutivo Federal.

Entre las decisiones centralizadoras destacan las reformas educativa y para el surgimiento del Instituto de Salud para el Bienestar; esta última con la pretensión de asignar responsabilidades y gastos en la atención médica universal gratuita a los estados, sin revisar las asignaciones federales, tan sólo unas semanas antes del nuevo virus corona (SARS-CoV2) y la emergencia sanitaria.

Un ambiente de tensión generado por la ausencia en el Ejecutivo Federal de auténtica voluntad de convivencia democrática con las autoridades legitimadas por el voto popular favorable a otras opciones, incluso en la misma jornada electoral del primer domingo de julio de 2018, como los gobernadores Diego Sinhue Rodríguez de Guanajuato, Enrique Alfaro Ramírez y Mauricio Vila de Yucatán; y una tensión agravada por las consecuencias sanitarias, sociales y económicas de la pandemia.

Más allá de los antecedentes de la CONAGO en la primera alternancia político partidaria en la presidencia de la República a partir de la Constitución de 1917 y su conformación como espacio de diálogo entre mandatarios locales en la pluralidad, y de interlocución y resonancia con los poderes federales, particularmente el ejecutivo, esa crisis política de las relaciones del Gobierno Federal con los estados con ejecutivos que no militan en el MRN, ha dado pie al surgimiento de la Alianza Federalista y tiene su expresión más completa en el planteamiento de revisar el pacto fiscal entre las partes integrantes de la Federación y ésta.

En general, se postulan ideas muy simples —pero fáciles de comunicar políticamente a las personas contribuyentes— para un problema muy complejo y no resuelto realmente aún en las tres convenciones nacionales fiscales del siglo pasado y la convención nacional hacendaria de 2004.

Por un lado, el planteamiento de que los recursos federales participables a las entidades sea proporcional a la recaudación en su territorio, lo que equivale a negar la esencia del pacto federal como un compromiso de desarrollo nacional equilibrado en todo el país; y por otro, el señalamiento de que si los estados desean cambiar la fórmula del porcentaje de la recaudación participable (20 por ciento del total), que se pongan de acuerdo y el Ejecutivo Federal no será obstáculo.

La primera idea diluye peligrosamente la unidad nacional a partir de la integración plural y la segunda desconoce que la revisión planteada incluye el 80 por ciento de que hoy disfruta la Federación.

El problema es más profundo y está en la raíz de las previsiones sobre la necesidad de revisar lo convenido entre los órdenes federal y locales de gobierno en materia de recaudación de las contribuciones, fuentes de tributación y distribución de sus rendimientos.

Destacan dos componentes en el análisis de la realidad imperante: (i) la inadecuada distribución de competencias fiscales de nuestra Ley Fundamental, donde la mejor decisión es para los municipios, con las contribuciones derivadas de la propiedad inmobiliaria, y el peor escenario para las entidades federativas, con ninguna fuente de tributación establecida como tal para ese orden de gobierno. Normas que por su generalidad y consecuencias en la definición de las fuentes de tributación, son el origen de la coordinación fiscal con la Federación, pero no en abstracto, sino a partir de la fortaleza de la institución presidencial y el área a cargo de las finanzas públicas federales.

Y (ii) el cúmulo de funciones y responsabilidades de toda índole que tienen a su cargo los gobiernos locales. Sin dejar de reconocer la figura de las aportaciones federales para la atención de materias concurrentes de significación en la necesidad de recursos, como la educación, la salud y la infraestructura para el desarrollo social, piénsese tan sólo las responsabilidades que un número creciente de leyes generales les confieren a las entidades federativas: asentamientos humanos y ordenamiento territorial, medio ambiente, protección civil, cultura, derechos de las personas menores de edad, transparencia, archivos, derechos de las víctimas y mejora regulatoria, entre otras. Bueno, incluso la osadía de las leyes generales sobre el registro civil y el registro público de la propiedad, que por antonomasia corresponden al ámbito de las entidades federativas. Es decir, responsabilidades sin recursos para cumplirlas.

Un escenario, con vacíos competenciales que debieron resolverse en la Constitución y una vocación centralizadora del legislador a través de las leyes generales, que se agrava por la incapacidad crónica del Estado mexicano para lograr una recaudación tributaria que, expresada como porcentaje del PIB, permita contar con recursos comparables a los que obtienen países de desarrollo similar e incluso menor al nuestro (16.8 por ciento en 2018, contra el promedio de 23.1 por ciento en América Latina y el Caribe o del 34.3 por ciento en los países de la OCDE).

La enorme contrariedad: muchas funciones y sociedades que reclaman su cumplimiento, con muy escasos recursos para atenderlas.