La complejidad del mundo de hoy no tiene precedente. Tras la caída del bloque socialista, la expectativa de un futuro promisorio sigue siendo objetivo sin alcanzar y, peor aún, la concentración de la riqueza y el aumento de la pobreza, alertan sobre los vacíos generados por una globalización errática, injusta y no siempre bien reglamentada. El parto ha sido largo y doloroso; el vetusto arreglo que posibilitó la paz en la Segunda Posguerra no acaba de morir y nadie sabe, a ciencia cierta, cuando nacerá uno nuevo, que sea representativo de la sociedad internacional y recoja en su agenda las aspiraciones reales de los pueblos.
En este resbaladizo contexto, la amenaza de destrucción mutua asegurada que dominó el pensamiento estratégico del conflicto Este-Oeste, ha sido sustituida por la de guerras nucleares “limitadas”, lo que abre un nuevo y temerario capítulo de la carrera armamentista entre los países más poderosos. Por si fuera poco, narrativas intolerantes, belicosas, xenófobas y globalifóbicas, son caldo de cultivo para el terrorismo y el uso de tecnologías de la información con fines poco claros. La inestabilidad global es también aprovechada por la delincuencia organizada y se acentúa con la pandemia de Covid-19 y sus secuelas económicas y sociales, al tiempo que la fragilidad de los vasos comunicantes de la diplomacia, propicia desencuentros y conflictos.
Así las cosas, en el tablero de la política mundial, los diplomáticos de hoy están obligados a visualizar la globalización con ojo crítico, tolerante y constructivo; como oportunidad para avanzar en el desarrollo progresivo del Derecho Internacional y revitalizar la cooperación para el desarrollo, mediante la reforma y optimización de las plataformas multilaterales, en particular de la ONU. Sin dejar de observar el objetivo que la diplomacia cumple en beneficio de la paz que todos los pueblos anhelan, los servicios exteriores de cada nación están llamados a ser más versátiles que nunca; a trabajar bajo presión y recopilar información útil para la toma de decisiones en periodos de crisis. Cierto, las personas que trabajan en este ámbito como funcionarios al servicio del Estado, deben ser leales a sus gobiernos y, para dar resultados, adaptarse con rapidez a países con culturas diferentes y escenarios cambiantes e incluso peligrosos.
El diplomático es, ante todo, gestor, facilitador, comunicador diestro y agente proactivo, apto para sentarse a la mesa lo mismo con poderosos que con desheredados. La imagen estereotipada de los diplomáticos almidonados, que se desenvuelven en salones palaciegos, no corresponde a la realidad. En un mundo que se transforma con rapidez, deben ser funcionarios “todo terreno”, políglotas hábiles para defender a sus compatriotas en cualquier circunstancia y capaces de entender los entornos, gestos, silencios y voces altisonantes que se registran a su alrededor y en todo proceso de negociación. Esa elaborada sensibilidad es, quizá, la principal cualidad del diplomático, de las y los funcionarios que trabajan para heredar a las nuevas generaciones un planeta limpio y un mundo más justo, seguro y sustentable. Un mundo en el que, parafraseando a Mahatma Ghandi, no hay camino para la paz, porque la paz es el camino.
Internacionalista.