Como bien sentenció Winston Churchill en una de sus frases famosas “la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todas las demás”. Nuestros vecinos estadounidenses transitan por un momento muy complejo que ellos y el mundo no pensaron se presentaría: la amenaza de un golpe de Estado para la permanencia en la presidencia de Donald J. Trump, quien se mantiene fiel al desafío de las instituciones y las leyes.

Parecería la exigencia última y hasta final al reto iniciado el 20 de enero de 2016: oponer la fortaleza y el contrapeso de las instituciones a la voluntad presidencial en turno, caracterizada por la ausencia de comprensión de fenómenos políticos, económicos, sociales, ambientales y culturales complejos y el recurso cotidiano de faltar a la verdad en la información y tergiversar los conceptos.

Ya se ha destacado que, por las características del sistema electoral estadounidense, la actitud de quien ha tenido la responsabilidad de la candidatura ante el resultado de las votaciones –sobre todo para el cargo presidencial– es de alta relevancia para las etapas subsiguientes del proceso comicial: el reconocimiento del triunfo del adversario o la aceptación de la derrota, como una expresión de sujeción a la voluntad popular.

En los comicios estadounidenses se trata de una tradición entenaria, acuñada en la convicción de que si se aceptan las reglas de la competencia, por elemental congruencia se aceptan los resultados que emanan de su aplicación. Cierto que Trump expresó en distintas ocasiones sus reticencias a algunas de esas reglas –como el voto anticipado por correo–, pero sin que se impugnaran exitosamente en los tribunales.

Más bien estábamos en la retórica de la descalificación adelantada de las elecciones ante la previsión de un resultado desfavorable, que empezaba a dibujarse por el reproche a una gestión muy deficiente de las necesidades derivadas de la pandemia del SARS-CoV2. Si el resultado es favorable, será a pesar de esta modalidad del sufragio activo, y si es desfavorable será por la aceptación de esos votos.

Sin la concesión de la victoria al candidato demócrata Joe Biden, el camino ha estado a la vista de la opinión pública internacional: (i) la aplicación de las leyes electorales locales para arribar al resultado de quienes conformaron el Colegio Electoral a cargo de elegir a de quienes asumirán la presidencia y la vicepresidencia de los Estados Unidos, con una serie de impugnaciones judiciales que no modificaron los resultados; (ii) el intento del Estado de Texas porque la Corte Suprema de los Estados Unidos revisara los comicios de cinco entidades federativas, sobre la base de los principios de la Unión Federal; (iii) la presión sobre el vicepresidente Mike Pence, a quien constitucionalmente corresponde presidir el Senado, para tergiversar la función de hacer el cómputo de los certificados estatales del Colegio Electoral; (iv) la deliberación descalificatoria en esa sesión del Senado de las elecciones en algunos estados de la Federación; y (v) la violenta irrupción en el Capitolio de partidarios de Trump, que obligó a la suspensión de dicha sesión.

Como lo saben quienes han participado en comicios, la legitimación del resultado electoral se construye y, en sentido contrario, la anulación de los comicios también se construye; uno y otro extremo no aparecen de repente en el panorama. Lo normal en una democracia es lo primero, pero si las faltas y las transgresiones a la ley aparecen y se multiplican, aparece lo segundo.

Ahora bien, ante el escenario de la derrota factible, también puede surgir la voluntad de ir por la anulación de votos y de los resultados negativos. Parece que esta es la opción que da cuenta de la forma en que se ha conducido y se conduce el todavía presidente de los Estados Unidos.

El intento de esta semana ha sido particularmente grave para la política de ese país y para su imagen en el mundo: el desconocimiento del voto popular a través del rechazo a las determinaciones válidas del Colegio Electoral, presionándose al Senado y a quien lo preside por ejercer una función que no tiene.

En el sistema de voto indirecto para elegir a quienes asumirán la presidencia y la vicepresidencia de los Estados Unidos, su Constitución establece que: “Cada Estado nombrará, del modo que su legislatura disponga, un número de electores igual al total de los senadores y representantes a que el Estado tenga derecho en el Congreso…” Son los miembros del Colegio Electoral en el texto de 1787.

A su vez, que “Los electores se reunirán en sus respectivos Estados y votarán mediante cédulas para Presidente y Vicepresidente, uno de los cuales cuando menos no deberá ser habitante del mismo Estado que ellos; en sus células indicarán la persona a favor de la cual votan para Presidente y…para Vicepresidente y del número de votos que corresponda a cada una, y firmarán y certificarán las referidas listas y las remitirán selladas…al presidente del Senado; el presidente del Senado abrirá todos los certificados en presencia del Senado y de la Cámara de Representantes, después de lo cual se contarán los votos; la persona que obtenga el mayor número de votos para Presidente será Presidente, siempre que dicho número represente la mayoría de todos los electores nombrados…” Son las funciones del Colegio Electoral, del presidente del Senado y del Congreso en la reforma de 1804.

Las y los ciudadanos de los Estados Unidos votaron el 3 de noviembre del año pasado y eligieron a quienes integrarían el Colegio Electoral por cada entidad federativa; el 14 de diciembre último, en la capital de cada Estado de la Unión, se reunieron quienes fueron votados para conformar el Colegio Electoral por cada entidad -y también los tres electores correspondientes al Distrito de Columbia- y ejercieron su función, lo que dio como resultado 306 votos electorales para Joe Biden y 232 para Trump. Son actuaciones públicas debidamente firmadas y certificadas.

Ese es el resultado de la elección presidencial, porque la función de quien preside el Senado en sesión conjunta de esa Cámara y la de Representantes, es hacer el cómputo de los votos ya emitidos. No hay, que sepamos, impugnaciones o denuncias contra la votación en los Estados o en Washington de las personas electas para conformar el Colegio Electoral y ejercer su función. Esos votos se perfeccionaron; las impugnaciones contra la elección de esos compromisarios fueron desechadas, y el Congreso de los Estados Unidos carece de facultades para revisar los actos previos a la actuación de quienes conformaron el Colegio Electoral.

Éste ha cumplido su función y al Presidente del Senado compete dar curso al cómputo nacional en presencia del Congreso; una formalidad relevante pero sin competencia para revisar los actos impugnados o resueltos localmente para la elección y actuación de las y los integrantes del Colegio Electoral.

Si los medios políticos no tuvieron éxito, ni tampoco los jurídicos que intentó Trump, es demasiado grave la pretensión de aferrarse al poder mediante la utilización del vicepresidente Pence, los legisladores republicanos afines y la violencia de “manifestantes” en el Capitolio para evitar el cómputo nacional del resultado conocido y firme. Es la ruptura final de Trump con el orden jurídico y la realidad. Debería rendir cuentas de sus actos en los tribunales.