La invención del sistema presidencial en las deliberaciones que condujeron a la aprobación de la Constitución de los Estados Unidos de América en 1787, implicó reunir en una sola persona las responsabilidades de la jefatura del Estado y de la jefatura del gobierno; una magistratura individual para asumir las funciones ejecutivas de la nación con base en el mandato electoral y convivir con el Congreso y la Corte Suprema, titulares de las funciones legislativa y judicial.

Un cargo novedoso que, específicamente, deseaba contrastarse con la figura del monarca de los Estados europeos y, en concreto, de la Gran Bretaña, y cuyo acceso al ejercicio de sus responsabilidades reclamaba una ceremonia republicana de investidura: primero, el compromiso de defender y sostener el orden constitucional que da sustento y sentido a su desempeño, mediante el juramento solemne; y, segundo, la expresión de las ideas que dan forma y orientan esencialmente la gestión por realizar, a través del mensaje a la nación con la presencia de quienes integran los poderes legislativo y judicial.

La toma de posesión de Joe Biden como el 46º Presidente de los Estados Unidos se suma a esta tradición centenaria en un momento político crucial para nuestro vecino del norte: el intento de impedir la transmisión del poder ejecutivo por medios violentos que instigó su antecesor, quien contrario a la mínima civilidad política no asistió a la ceremonia celebrada en las escalinatas del Capitolio.

Por sí mismo, el inicio de cada gestión presidencial marca un punto de llegada y, más aún, un nuevo punto de partida: John F. Kennedy en 1961, con el arribo de una nueva generación que había combatido en la Segunda Guerra Mundial y se desarrollaba en el ambiente de la confrontación Este-Oeste, o Barack Obama en 2009, con la elección de una persona afroamericana en una nación que consagra la igualdad de la ley pero no logra superar el racismo en la realidad.

Ahora el punto de partida es la decisión de restablecer la convivencia democrática de lo diverso y el respeto a los hechos y la verdad en la jefatura del Estado estadounidense. Se trata de una tarea compleja que demanda tolerancia y de un método que requiere disciplina. Como emblema de ese propósito la postulación y ahora elección de Kamala Harris a la vicepresidencia.

Así parece haberlo interpretado el presidente Biden en el primer discurso de su mandato: rechazar las palabras de poder y abrazar el poder de las palabras, al reconocer que el principal reto político que enfrenta su país es la división y la confrontación motivada por las diferencias raciales, religiosas y de pensamiento, que llevan a la descalificación y a la exclusión del otro. Vendrán las acciones, pero el cambio de discurso es el mejor comienzo.

Con base en la fortaleza del simbolismo de la toma de posesión, el nuevo mandatario llamó a sus compatriotas a recordar el sentido originario y constante de su Unión Federal: “De muchos, uno”, pero no como referencia a la integración de las trece colonias en un nuevo Estado, sino con respecto a la diversidad étnica y cultural de su pueblo y sus manifestaciones en el mundo de las ideas y la militancia política.

Vale destacar, por el contraste con la gestión precedente, la convicción de Biden de ejercer el cargo por y para todos los estadounidenses, a favor de quienes le otorgaron el voto a los compromisarios de los demócratas y a favor de quienes lo otorgaron a los republicanos; gobernar para todos a partir de la identidad colectiva con valores específicos: la libertad, la seguridad, la dignidad, el respeto, el honor y la veracidad.

Reconocidas las diferencias de pensamiento y para la acción, la convocatoria a la unidad esencial no implica estar de acuerdo en todo, ni impide el desacuerdo, pero sí requiere ubicar las discrepancias políticas en el espacio al que pertenecen: la deliberación y el debate que contrastan y enriquecen, sin pretender anular a quien es étnicamente distinto, tiene otra creencia religiosa o disiente.

Recuperar el sentido de unidad de la nación estadounidense tiene hoy una tarea específica de grandes dimensiones por la grave afectación del nuevo coronavirus en su población, cuya superación demanda actuar por encima de las identidades y las militancias políticas de cualquier índole.

Esa es la tarea más apremiante, pero el presidente Biden también identificó otras de mayor trayectoria en el tiempo, dados sus antecedentes y las complicaciones para su solución: la desigualdad creciente, el racismo sistémico y el cambio climático.

Y, desde luego, otras más en el ámbito internacional: reparar alianzas y retomar los compromisos con la comunidad de naciones a favor de la paz, el progreso y la seguridad en el mundo.

El nuevo presidente estadounidense no sólo se ha trazado objetivos políticos osados y complejos, sino que está consciente de que su gestión y la eficacia de su convocatoria, así como las acciones subsecuentes, serán juzgadas a partir de si lograron alcanzarse esas metas; objetivos ambiciosos y evaluación consecuente.

Las palabras cuentan y en política su dimensión se relaciona directamente con quien las pronuncia. Luego de una difícil competencia frente al Ejecutivo en funciones, precedida por el ánimo y la gestión de éste para impedir su candidatura a través de un mandatario extranjero; la negación del resultado electoral desfavorable; la afirmación sin sustento de que hubo fraude a la voluntad popular, y la incitación a la violencia para obstaculizar el cómputo de los votos del colegio electoral, el mensaje del presidente Biden reviste un mayor significado.

Las conductas de su antecesor en torno al proceso electoral constituyen una amenaza para la democracia, al tiempo que en el ejercicio de la presidencia buscó profundizar la confrontación y la división con cargo a las diferencias derivadas del color de la piel, las creencias religiosas y las ideas que se sostienen.

Bienvenido el contraste y la propuesta de hacer política que constituya mejor a la comunidad. El mensaje sereno de Biden reivindica la vía democrática para acceder y ejercer el poder, y respeta la pluralidad para afirmar la unidad de la nación. Palabras que abren paso a un nuevo momento para Estados Unidos y para el mundo.

Bienvenido el cambio de tono. Bienvenida la adecuación de las prioridades y objetivos. Habrá resistencias, pero ya se abrió otro tiempo y otra oportunidad. Una nación dividida y confrontada no puede lograr sus propósitos esenciales como comunidad. Es reflexión para la acción a favor de la convivencia democrática plural en nuestro país.