Con la emergencia impuesta por la pandemia de Covid-19 y en un mundo donde se acentúan tensiones, el pivote del debate sobre la reforma del sistema multilateral debe ser la atención prioritaria de la pobreza e injusticia que asola a los pueblos en las cuatro latitudes del orbe. La paz justa y duradera, objetivo central de las Naciones Unidas, antagoniza con sus insuficiencias estructurales para procurarla y con la dificultad de la comunidad de naciones para acotar poderes hegemónicos y beneficiarse de la globalización. Tal y como ocurrió en el largo periodo de la Segunda Posguerra, todo parece girar alrededor de la doble presunción de que el Estado capitalista es perverso y no se lleva con la justicia; y de que el Estado, cuando está por encima del mercado, propicia el desarrollo. Ambas tesis polarizan y menosprecian la influencia que, a manera de contrapeso, ejercen en el mundo la sociedad civil y sus organizaciones, los emprendedores, las tecnologías digitales y el libre flujo de la información.
Los acontecimientos de hoy con frecuencia rebasan previsiones gubernamentales y reflejan aspiraciones sociales inéditas de amplios sectores de la población mundial, especialmente de los jóvenes. En efecto, la vocación orwelliana de muchos gobiernos contrasta con la vocación de las nuevas generaciones a favor de sociedades libres y abiertas, donde las personas se identifican en su condición anónima y no en ideologías, héroes o estatuas. La gente lucha por paridad y tolerancia; anhela tener oportunidades reales y desea vivir en paz y en un entorno limpio y sustentable. Nada más y nada menos.
Así las cosas, la hoja de ruta que acompaña al esfuerzo de transformación de las relaciones internacionales, está obligada a incorporar estas nuevas aspiraciones, las cuales parecerían apuntar a la desaparición del Estado y al establecimiento de un gobierno mundial pluricultural, consensuado y no coercitivo. Esto que parece novedoso, en realidad es una añeja pretensión, postulada históricamente tanto por el realismo político, firme defensor del capitalismo, como por los socialistas – utópicos o no – que por décadas y con poco éxito han venido anunciando la inminente caída del mercado y la definitiva entronización del Estado. A estas consideraciones habría que agregar a quienes, abrazando las diversas variables del anarquismo, estiman que lo mejor que podría suceder es que no hubiera ningún tipo de gobierno, ni nacional, ni mundial.
La encrucijada es sugestiva. Por una parte, refleja el rechazo de la gente común a ser manipulada. La propaganda, entiéndase la oferta reformista de paz y cooperación internacionales, es subjetiva y no atrae a nadie. Por la otra, acredita que la legitimidad de los liderazgos que abanderan las nuevas causas sociales, ofrece capital político para cuestionar cualquier forma de autoridad, con las consecuencias que ello conlleva para la estabilidad de un sistema internacional donde el Estado y el mercado son actores principales, aunque no únicos. En este escenario parecería que la única reforma perdurable al sistema liberal establecido en San Francisco en 1945 es aquella que, con más o menos Estado o mercado, deseche ideologías, haga suyas esas nuevas causas sociales y atienda, con eficacia, los rezagos que hoy dividen y confrontan a millones de personas en todo el orbe. Todo lo demás debe ser consecuencia.
Internacionalista