El martes 9 de este mes, la Cámara de Diputados aprobó la Ley General de Educación Superior, un asunto que tardó décadas en materializarse. Además, contrario a lo que sucede en áreas polarizadas por la contienda política, la nueva ley llega con la santificación de los partidos, excepto del Partido del Trabajo, la Asociación Nacional de Instituciones de Educación Superior, rectores de universidades y de no pocos estudiosos del campo.
No obstante, que el presidente López Obrador en alguna de sus arengas mañanera expresó que desconfiaba del consenso y parecía que la iniciativa iría a la congeladora, no insistió, acaso porque consagra varios de sus apotegmas como gratuidad de la educación superior y programas de becas.
Quizás la moderación posterior del presidente se deba a que el exrector de la Universidad Autónoma de Sinaloa, Rubén Rocha Moya —hoy miembro de Morena y candidato a gobernador de su estado— lo propuso y cabildeó. No sólo con los integrantes de otros partidos, también con el exsecretario de Educación Pública, Esteban Moctezuma y contó con el apoyo —y hasta simpatía entre camaradas— del subsecretario de Educación Superior, Luciano Concheiro.
El Partido del Trabajo presentó otra iniciativa, que aunque entró a dictamen, no prosperó. Por ello votó en contra porque, en su opinión, el texto sancionado refrenda el neoliberalismo; ergo, la ley es neoliberal.
Aunque en el dictamen de la Comisión encargada del análisis de la minuta del Senado se elogia al federalismo, como casi todas las leyes que norman la educación, ésta es general, no federal, es decir, su jurisdicción cubre al país, órdenes de gobierno, instituciones y personas. El mismo decreto abroga la Ley para la Coordinación de la Educación Superior y congrega en un solo marco otras disposiciones contenidas en diversas normas, como la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal.
La nueva ley esgrime la racionalidad burocrática en grado superlativo; en sólo 77 artículos, aglomerados en siete títulos, fija derechos, obligaciones, propósitos generales, concurrencias de órdenes de gobierno, planeación, financiamiento y regula la acción del sector privado. Empero, el grado preeminente se devalúa con 21 artículos transitorios, algunos cargados de palabras, nada más.
Aunque de la letra escrita a los hechos hay una distancia considerable, imagino que la nueva ley será bienvenida por muchos actores, en especial en las universidades púbicas. Garantiza la autonomía universitaria en los términos del fracción VII del artículo 3 y de observaciones del Comité de Derechos Económicos Sociales y Culturales de la ONU. Pero también la obligación de que rindan cuentas y de que la Auditoría Superior de la Federación verifique el gasto de los subsidios federales. Este asunto ya era práctica establecida y hasta la Suprema Corte falló contra un amparo que interpuso la Universidad Autónoma de Tamaulipas en los 1990.
Lo importante: refrenda el derecho a la educación superior, la libertad académica y la obligación del Estado de financiar a las instituciones públicas: universidades, tecnológicos y formadoras de docentes. Sin embargo, a pesar de que en el texto se estipula que cubre a las instituciones de educación superior en su conjunto, en varias partes, está hecha a modo para las universidades públicas; son las únicas que en sus leyes se establece la autonomía, las demás dependen del gobierno federal y unas más de los estados.
Con todo y que los estudiantes son los sujetos más importantes del hecho educativo, en la ley aparecen poco su figura. Pese a ello, cuando emergen es para garantizar —de nuevo, en el texto— sus derechos, gratuidad e inclusión de los diferentes. Un punto importante: fija que la gratuidad dependerá de las acciones que promueva el Estado y que será progresiva, sin fijar plazos.
No falta el apotegma edificante que incorpora visiones teóricas que le quitan peso a la perspectiva humanista que impregna la retórica del artículo 3. La ley establece que las instituciones de educación superior deben contribuir al desarrollo social, cultural, científico, tecnológico, humanístico, productivo del país. La vía: formación de personas con capacidad creativa, innovadora y emprendedora con un alto compromiso social.
Cuando leí los artículos que refieren a tal propósito no pude menos que recordar ciertas “ideas fuerza” de proyectos anteriores, del hoy censurado periodo neoliberal. “Emprendedurismo” era uno de los adagios del gobierno de Vicente Fox; mientras que creatividad e innovación eran parte de los fines sustantivos del Modelo educativo para la educación obligatoria del gobierno de Enrique Peña Nieto: “educar para la libertad y la creatividad”, lo mismo que las habilidades socioemocionales.
A pesar de ese eclecticismo, los fines expresos me parecen correctos; la ley tiene activos y propuestas de valor, tanto en lo formativo como en asuntos de concepción. Por ejemplo, la interculturalidad, la perspectiva de género y el uso de medios digitales. El problema, como siempre, estará en los medios para alcanzarlos y las presiones del tiempo.
No basta que en la ley se “garantice” la gratuidad y el ingreso universal, el financiamiento a cargo del Estado para que se transforme en realidad. Menos aún cuando en el artículo 62 se asienta que el gobierno central y los estatales concurrirán “de conformidad con la disponibilidad presupuestaria” con fondos para la educación. Y, con todo y que dice que no serán menores a los del ejercicio precedente, la llamada austeridad republicana ya condenó tal “garantía” a ser letra de molde, la disponibilidad presupuestal dictará el tamaño del compromiso.
En fin, hay razones para aplaudir la institución de una ley que consensuó puntos de vista que hasta unos años eran divergentes, si no es que hasta antagónicos. Pero tampoco hay razones para echar a volar campanas. La dura realidad de la Cuarta Transformación indica que el proyecto es para el plazo largo, de veras largo.


