Leer, vivir entre libros, hablar de ellos, contarlos, parafrasearlos, citarlos, editarlos, escribirlos, ordenarlos, restaurarlos, la vida de Camilo Ayala Ochoa parece un eterno entrar y salir de entre las tapas de un sinfín de volúmenes como lector, autor, editor, biblómano. Esta semana presenta Invisibles. Reflexiones sobre la corrección de estilo (editado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes) su nueva disertación, ahora desde el ojo siempre abierto del corrector de estilo. Transcribo las primeras líneas.

“Vine a pasar mi infancia en un apartamento con más dignidad que hacienda, de persianas de rejilla cerradas y desbordado de libros en anaqueles empotrados a los muros, y rodeado por barcos. Buques había en mosaicos enmarcados, óleos colgando de la pared y modelos de madera a escala. Cuenta una leyenda novohispana que una hechicera nativa de la veracruzana Ciudad de los Treinta Caballeros, conocida por ello como Mulata de Córdoba, trazó con carbón un velero en la pared y lo abordó para escapar de presidio, y ése fue mi sueño: trasladarme por mares calmos o tempestuosos. La combinación entre el mundo del libro y rutas de bajel me ha acompañado siempre. Infancia es destino. Soy historiador por formación y editor por profesión, es decir que en algún momento de mi vida, sin propósito ni expectativa, me embarqué en el mundo de los libros. La mayoría de las lecturas de un historiador son por gusto; al contrario, un editor lee cotidianamente lo que se le presenta. El primero lleva una brújula y un derrotero y el segundo, por lo general, explora y pesca al acaso o se compromete con lo que el destino manda atracar en su área, sin importar tema y estofa. Como quiera, en uno y otro caso, dice bien un dicho marinero: “Si sales a navegar no te canses de preparar”. Todo en el quehacer editorial es aparejo, de eso se trata: leer, ordenar y corregir. Se corrigen textos y se va remendando el oficio. Pues bien, me propongo hablar aquí de lo que me han enseñado los correctores de estilo, esos guías y vigías que, como reza otro adagio marino, cuando cierran un ojo abren el otro.

”Los marineros, a lo largo de la historia, han manejado un lenguaje complejo. Hubo tiempos en los que se hablaba de arboladuras, jarcias, flechaduras, cabullerías, cabrestantes, cuadernas y varios términos que ignoran los profanos, pero otros han trascendido su uso. Cuando a un marino lo enviaban “al carajo” quería decir que, como castigo, lo atarían en lo alto del palo mayor donde sufriría vértigo. Al carajo se mandan fastidiosas personas y situaciones. “Salvarse por los pelos” remite a la costumbre de los navegantes de dejarse crecer largo el cabello para que en caso de caer al agua, una mano rápida los pudiera asir. Barlovento y sotavento son palabras musicales; y nos recuerdan la labor del corrector de estilo que a veces debe revisar jergas especiales, como las que empleó el escritor William H. Hodgson, quien es quizá el mejor narrador de obras del océano llenas de inexplicados sonidos, monstruos titánicos, bestias humanizadas, tentáculos misteriosos, hongos parásitos, naufragios ineludibles, mares de sargazos y calmas chichas”.

 

Novedades en la mesa

Llega a las librerías Los abismos de la colombiana Pilar Quintana, ganadora del Premio Alfaguara de Novela 2021.