En los sistemas democráticos la discusión y la crítica del ejercicio del poder público son fundamentales. En un ámbito restringido -el propio de los órganos colegiados de la pluralidad política o de los órdenes de gobierno en esa diversidad- es una de las funciones de quienes ejercen contrapesos desde las oposiciones. En un sentido amplio es la función esencial de los medios de comunicación. En un plano se aprecian más los derechos políticos y en otro, sobre todo, la libertad de expresión.

Sin que compitan los derechos fundamentales, porque su naturaleza es convivir para asegurar la prevalencia de la dignidad humana, ya en el artículo 11 de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 se postulaba que “la libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más valiosos del Hombre; por consiguiente, cualquier Ciudadano puede hablar, escribir e imprimir libremente, siempre y cuando responda del abuso de esta libertad en los casos determinados por la Ley.”

En una sociedad libre son indispensables los derechos a buscar información, expresarse y opinar. Por ello, legítimamente preocupa la sección semanal del programa de noticias gubernamentales y opiniones propias que conduce cotidianamente el presidente de la República, a fin de señalar y fustigar a quienes ejercen profesionalmente la comunicación social mediante la “exposición pública” de si lo que han dicho o escrito es veraz.

Desde luego, se trata del enésimo ejercicio del Ejecutivo Federal para buscar que impere su narrativa y evitar que la comunicación política y los diálogos que implica se dirijan a la ausencia de resultados de la gestión y la rendición de cuentas sobre bases objetivamente medibles y evaluables. Sin embargo, este es un ejercicio de distracción con un doble ingrediente de cuidado.

Por un lado, el aliento a la discusión directa con las y los comunicadores, con quienes generan la opinión analítica y crítica; al polarizarlos, al hacerlos la contraparte directa, pueden generarse efectos de una distracción mayor, de una descalificación desproporcionada y de una pretensión por restar valor a sus informaciones y puntos de vista.

Y por el otro, la subversión pretendidamente sutil del orden constitucional que reconoce libertades y establecer límites a la acción del poder público. El mandatario ejecutivo federal se asigna facultades que la Ley Suprema no le otorga y que carecen de sustento legal, porque implican un atentado contra las libertades reconocidas a plenitud a quienes ejercen profesionalmente las actividades periodísticas.

Bien sabido tenemos que el inquilino de Palacio Nacional, por la confusión que parece tener entre la legitimidad del resultado electoral que le otorgó el cargo y que es la razón de su mandato, y el deber de sujetar su actuación al principio de las facultades que expresamente contiene el orden jurídico, con frecuencia se apoya en el resultado del 2018 para justificar la transgresión a la ley.

En el caso de la novedosa sección de su programa matutino, está presente la vulneración suave: la creatividad basada en que no hay prohibición para hacerlo. Quien tiene conciencia del ejercicio de las facultades de la autoridad, sabe que es a la inversa: se actúa porque se tienen facultades, no una imaginación ocurrente.

Por la naturaleza misma de las cosas, quien ejerce el poder público -y más con base en el voto popular- está sujeto a la ponderación y la crítica cotidianas; a más apariciones, más actuaciones públicas, más materia susceptible de generar opiniones de toda índole. Va con las características de la función. Por eso muchos partícipes de esas actividades recomiendan desarrollar un temperamento resistente o la piel dura.

En este nuevo distractor presidencial se altera la lógica esencial de la libre manifestación de las ideas y el derecho de réplica. El primer obligado a respetar la libertad de expresión es el poder público -quienes lo ejercen en cargos gubernamentales- y el medio para precisar, rectificar o responder es la réplica tutelada por la ley.

¿A qué me refiero? A que la decisión de amedrentar con la exhibición en el programa presidencial parece una “ingeniosa” forma de intentar restringir la libertad de expresión por un medio indirecto: el reproche y la descalificación desde ese informativo gubernamental y no a través del derecho de réplica, cuyo ejercicio -por la dimensión de la libertad en cuestión- está previsto constitucional y convencionalmente, al tiempo que está normado.

Por la claridad de su contenido, obligatorio para el Estado mexicano, cito textualmente el párrafo 1 del artículo 14 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos: “Toda persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes emitidas en su perjuicio a través de medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general, tiene derecho a efectuar por el mismo órgano de difusión su rectificación o respuesta en las condiciones que establezca la ley.”

Si bien es consubstancial al ejercicio de las funciones públicas el deber de informar, no lo es convertirse en un censor de quienes difieren en la interpretación del sentido, objetos y resultados de la gestión pública.

Por la evolución de las sociedades contemporáneas, el poder y la prensa son dos componentes de una relación interdependiente. El poder tiene sus principios y su dinámica: diseñar y concretar realizaciones colectivas o sociales con base en determinadas ideas y objetivos, y la prensa también tiene sus principios y su dinámica: conocer y difundir hechos y opiniones con el propósito de que se sepa la verdad y se evalúe lo que trasciende socialmente.

En una ocasión durante su mandato trágicamente truncado y ante la pregunta de cuál sería su relación con la prensa al concluir su gestión, el entonces presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, contestó -refiero de memoria- que probablemente ninguna, porque la razón de esa relación habría desaparecido; al poder le interesa la prensa y a la prensa el poder, así que cuando ya no estuviera en el poder, el interés mutuo se habría esfumado.

Al presidente de la República le motiva la confrontación y construir estereotipos adversariales para avivar la polémica no de los asuntos que deberían ocupar a la Nación, como el fracaso de la estrategia de seguridad pública o de la política de salud y el abasto de medicamentos, sino del enemigo imaginado y exagerado de su propuesta transformadora.

Cierto que la máquina de las ocurrencias es una fuente ilimitada para la crítica, pero este nuevo producto parece diseñado para una duración mediana e incluso mayor. ¿Cómo no quedarse en ello? ¿Puede trascenderse?

Ya ocurrió, pero no hay que quedarse en ello. Se apuntan dos vías: no recoger el guante cada semana para prolongar el distractor. Y la otra, de aliento más profundo, ¿cómo acotar la difusión del programa noticioso presidencial al contenido que es informativo y no propiciar el continuo reciclaje del monólogo sin sustento y la voluntad por distraer para no dar cuentas a los mandantes?