Nos hemos acostumbrado —¡deplorable costumbre, adversa a los valores y principios de una sociedad democrática!— a escuchar la constante carga de denuestos dirigidos a amplios sectores de la nación
En mi condición de ciudadano de esta República, presente en una etapa crítica de la vida del país, me gustaría contar con elementos de juicio para entender el origen y el propósito de la vocación incendiaria que nos golpea desde hace algunos años. Si nos encontráramos en la coyuntura de una contienda internacional, sería explicable la obsesión belicosa y demoledora que puebla el discurso oficial aclimatado en la más alta tribuna del país, convertida en un podium para la dispersión de denuestos y la siembra de enconos y discordias. Pero no hay semejante enemigo al frente.
Por supuesto, quien ejerce el discurso oficial y arroja cada día más leña a un fuego que avanza en todos los frentes, cuenta con la posibilidad política y material de plantear ante la asamblea del pueblo sus cuitas como gobernante y señalar a quienes supuestamente ponen en peligro la paz de la nación. Pero esto debiera ser el producto de una reflexión ponderada, razonada, instalada sobre argumentos, hechos y advertencias que los ciudadanos podamos entender y, acaso, secundar. Sin embargo, no es así.
Nos hemos acostumbrado —¡deplorable costumbre, adversa a los valores y principios de una sociedad democrática!— a escuchar la constante carga de denuestos dirigidos a amplios sectores de la nación, pero también a individuos concretos, perfectamente identificados —ciudadanos a quienes se debiera preservar en el respeto y la garantía de sus derechos— que de esta forma quedan expuestos, merced al poder que los victima, al rechazo y la condena de sus compatriotas. Es así que nos internamos en una siembra de odio y discordia y comenzamos a cosechar sus frutos. La violencia prevalece, las distancias se multiplican y la incomprensión avanza en la nación.
Es grave el espectáculo que brinda al país el Jefe del Estado —que no es apenas el caudillo de una facción política— cuando se instala ante el micrófono que le permitirá llegar a millones de mexicanos, y desde ahí provoca el enfrentamiento entre quienes militan bajo sus ideas, por una parte, y quienes asumen sus libertades constitucionales para sostener y practicar los derechos que les reconoce la Constitución, por la otra. Insisto en la necesidad de entender a qué motivos responde este empeño constante en propalar el descrédito de algunos ciudadanos o grupos de ciudadanos, arrojando sobre ellos el reproche y el repudio de sus compatriotas, que pudiera traducirse en el empleo de la violencia, por los muchos caminos que ésta puede tomar.
Esta obra demoledora de la concordia y la decencia republicana inició hace tres años y se ha mantenido e incrementado sin cesar. En su génesis anidan diversos factores, cada vez más perceptibles por quienes analizan las cosas de la República y deploran los excesos a los que hemos llegado y sus posibles consecuencias.
Se dice que hay genes de amargura, resentimiento, animadversión de muy antigua y profunda naturaleza, que impelen al poderoso orador a arremeter contra quienes considera sus adversarios tradicionales, no sus conciudadanos con libertades a salvo. Es posible que haya factores de este género en el fondo de un comportamiento que ha parecido irracional y es, por ello, difícilmente descifrable. En todo caso, no hay razones que puedan contenerlo.
En estas mismas páginas y en otras que me brindan generosa hospitalidad he convocado —estérilmente, por supuesto— a revisar tan ominosa conducta política y rectificar un curso que conduce al descarrilamiento. No se trata solamente de favorecer el análisis sereno de los grandes temas nacionales y propiciar soluciones de consenso, bajo un gran pacto social, característico de la democracia. Hoy esta convocatoria va más lejos: ya se trata de establecer condiciones mínimas de paz y bienestar que acepten la diversidad, respeten y garanticen el ejercicio de las libertades y los derechos y reconozcan que nuestra nación es una sociedad política plural cuyos integrantes tienen derecho a existir y ejercer su libertad, al amparo de lo que todavía llamamos el Estado de Derecho.
Sería útil que las voces de millones de mexicanos se sumaran, como muchos lo han intentado, a esta exhortación al respeto y la racionalidad. No es posible que nuestra vida cotidiana se desarrolle en una suerte de campo de batalla en el que una porción de la sociedad reciba el fuego nutrido que se le dirige desde la cumbre del poder. De ahí la necesidad imperiosa de denunciar que la pradera de la nación podría incendiarse con el fuego que arroja sobre ella quien debiera ser el principal custodio de la vida republicana.

