Algo no cuadra en la política educativa al comenzar 2022. Pese a la insistencia del presidente López Obrador y de la secretaria de Educación Pública, Delfina Gómez Álvarez, de que a parir del lunes pasado se retomarían las clases presenciales, diez u once estados (depende del diario que se lea), optaron por posponer el retorno debido a la emergencia de la variante ómicron. ¿Actos de soberanía o simple cautela?
La pandemia atacó duro al mundo, pero hubo (y hay) países que abordaron el asunto con rapidez y le concedieron la importancia debida. Hay evidencia suficiente para argumentar que el gobierno de la Cuarta Transformación actuó con irresponsabilidad y lentitud. Tomó medidas urgentes —tal vez justificadas cuando por fin se dio cuenta de la gravedad del covid-19— y decretó el cierre de escuelas en marzo de 2020. Y para fines prácticos el encierro (casi total) se extendió hasta agosto de 2021.
Las alternativas de Aprende en Casa I (de marzo a junio de 2020) y Aprende en Casa II, de agosto de 2020 en adelante, mostraron que las brechas en educación se agrandaron, que alcanzar los aprendizajes esperados (así se dice en el nuevo lenguaje de la SEP) era ilusorio y que el encierro afectaba más que nada a los niños, tanto en sus estudios como en lo emocional. Y más a las familias pobres que a las de los segmentos medios.
Para acabarla de amolar, el vandalismo hizo su agosto en la pandemia y desmanteló a miles de escuelas, las dejó en ruinas (no es metáfora) a grado tal que hace imposible el retorno a clases sin una tarea de infraestructura mayor. El programa La Escuela es Nuestra si bien canaliza fondos a miles de planteles, es a todas luces insuficiente para más o menos dotarles de lo necesario para su operación. Hay más de 40 mil edificios escolares que no tienen agua y otros miles que, aunque tengan agua corriente, no es potable.
Hay voces que indican que las escuelas nunca debieron cerrarse o, al menos, no por tanto tiempo. Y tal vez tengan razón, pero muchos segmentos sociales no tenían confianza en el gobierno por su mal manejó la pandemia; además la vacunación era incipiente y lenta, aunque se aceleró antes de las elecciones de junio. Quizá la desconfianza sea la causa en que las autoridades de los estados remisos no abrieron las escuelas el lunes 3, siguieron en lo remoto; además, con el apoyo de numerosos docentes.
Pienso que los estados no se atreven a desobedecer a la SEP como un manifiesto de autonomía y soberanía. Lo hacen por precaución, porque no tienen las capacidades institucionales para garantizar un mínimo de seguridad sanitaria en las escuelas. Tampoco fondos para solventar los gastos que implican las 10 medidas de protección que estableció la SEP.
En un libro reciente, Melanie Ehren y Jacqueline Baxter, Trust, Accountability and Capacity in Education System Reform: Global Perspectives in Comparative Education (Nueva York: Routledge, 2021), argumentan que el gobierno de un sistema educativo consiste en formas específicas de coordinación entre normas instituidas y patrones de interacción duraderos. Estos modos varían desde la autorregulación institucional de los elementos de la sociedad civil (como la decisión de las familias de enviar o no a sus vástagos a las escuelas), hasta la toma de decisiones por parte de funcionarios, con una gama intermedia que incluye cooperación —y conflicto— de actores gubernamentales, privados y colectivos diversos, en especial los sindicatos de docentes.
Los tres arquetipos principales de gobierno de los sistemas educativos son el jerárquico, el de mercado y el de redes de interacción. Como en todas las tipologías de corte weberiano, esos modelos puros son útiles para analizar fenómenos políticos, pero en la realidad confluyen sus elementos de maneras complejas. Las autoras de ese libro analizan como esos arquetipos de gobierno generan confianza, desarrollan ciertas capacidades y rinden cuentas (o cumplen con su responsabilidad) o no lo hacen o lo ejecutan con innumerables fallas. La forma predominante en el sistema educativo mexicano es la de jerarquía, donde la SEP como cabeza del sector, se rige por normas centralistas y concentra el poder y las decisiones importantes, aunque tenga que compartir muchas de ellas con las dirigencias de facciones sindicales.
Si en condiciones normales, las autoridades estatales no cumplen con sus responsabilidades y en el ámbito local replican las relaciones jerárquicas, menos lo hacen con la pandemia encima. No tienen capacidades para desplegar instrumentos de política sanitaria, ni siquiera se dieron cuenta de los actos vandálicos que afectaron a sus escuelas —y si lo notaron no procedieron— por ello se atreven a contradecir la orden presidencial.
Estimo que las autoridades de las universidades públicas no desean contrariar al presidente, pero enfrentan retos internos —estudiantes y docentes desconfían de que el peligro haya pasado— y por ello no escucharán de inmediato el “llamado a las universidades porque ya se pasaron, muchas no regresan a clases presenciales” (mañanera del martes 4 de enero).
Sin embargo, cavilo que no será por mucho tiempo, el orden jerárquico tiene mucho tiempo de vigencia, el centralismo se hizo costumbre y los hilos del poder se esgrimen desde arriba. Los rectores atenderán el llamado del presidente —con cautela, por supuesto— pues dependen del presupuesto federal. Los gobiernos locales no generan confianza ni tienen audacia para sostener una política divergente de la Cuarta Transformación; el del centro si acaso genera confianza postiza, no obstante, se cubre bajo el manto de la popularidad del presidente.
El descuadre en la política educativa será de corta duración; pronto se verá que todo mundo regresa a clases, aunque sólo ocurra en declaraciones.


