Todas las acciones para transparentar la administración pública en el país son bienvenidas. Sobre todo, aquellas que tienen como objetivo central disminuir los grados de corrupción, dentro de ese mal que parece seguir a los mexicanos por donde quiera.

Viene al caso esta primera reflexión, por las recientes declaraciones de la Auditoría Superior de la Federación, en relación con las presuntas irregularidades en el gasto público federal. La ASF considera que el 0.5 por ciento de los recursos totales empleados es susceptible de observaciones y deberá ser objeto de investigaciones más a fondo.

Si esta proporción es alta o es baja es importante, pero más lo que el gobierno nacional debe hacer, porque ese es uno de sus compromisos centrales: reducir el margen para la irregularidad administrativa. Es decir, dar la batalla frontal contra la corrupción. A ese respecto, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha dicho claramente que, si hay eventos de faltantes o desvíos, éstos serán castigados como corresponde en un gobierno que ha hecho de la transparencia un ingrediente icónico.

La segunda observación es de naturaleza cultural. Aunque nos empeñemos en negarlo, en México y en muchas partes del mundo existe una cultura de la corrupción. En México tenemos un ingrediente cultural patrimonialista que data desde los tiempos coloniales. Según Octavio Paz, esta forma cultural consiste en suponer que un cargo público se convierte en parte del patrimonio del funcionario y, por eso mismo, existe un margen consensado para obtener ganancias. Un cargo público es un bien al que se le puede exprimir.

Y es que, durante siglos, para llegar a un cargo público era necesario hacer gastos. En el caso de la Nueva España se compraba de manera directa y, en consecuencia, se debería usar el privilegio público para “reponerse”. Esta impronta, para citar otra vez a José Alfredo Jiménez, “nos sigue por donde quiera con obstinación”. Lo más grave es que la corrupción se “democratizó” y se pueden encontrar inclusive en ejidos y agencias municipales.

Acusar a los adversarios de corruptos, en esa complicada cultura de rechazo automático a las irregularidades reales o supuestas, se ha convertido en un negocio político de alta rentabilidad. A mi modo de ver, estas ideas y prácticas se han convertido en factores de polarización. El objetivo central es demostrar la corrupción ajena —con frecuencia olvidando la propia— y si no se demuestran los dichos, por lo menos queda la descalificación como ganancia.

En México, la corrupción no se va a terminar por decreto ni de la noche a la mañana. Es necesario combatirla en todos los niveles de gobierno y desmantelar esas porciones oscuras de la memoria colectiva que suele considerar al corrupto como exitoso y al honrado como tonto. Es necesario terminar con la idea de que el cargo público es para enriquecerse y que quien no lo hace es un tonto. Por supuesto, con lenguajes más agresivos.

Esperemos que la Auditoría Superior de la Federación haga —de manera puntual y adecuada— su trabajo y que las instancias de justicia lleven a cabo lo pertinente. Es necesario castigar por los daños patrimoniales, pero es inmoral adelantarse a los resultados. Que se señale a los culpables, pero no a partir de supuestos.

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