Hay un hecho indiscutible: dos sacerdotes jesuitas fueron asesinados junto a un guía de turistas en el municipio de Urique, allá en la Sierra Tarahumara en el estado de Chihuahua. Tampoco se puede negar que este evento criminal ha causado la indignación de la gran mayoría de los mexicanos y, también hay que decirlo, en los puntos geográficos del mundo en donde se conoció el hecho. Es, a todas luces, lamentable en extremo.
La vida de los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora y del guía Pedro Palma son tan valiosas como las de todas las víctimas de esta violencia criminal. Por eso, nuestra preocupación debe ser por todos los caídos en todas partes y en todo el tiempo de México. Las mujeres y hombres victimados en nuestro territorio constituyen un duelo para todos, más allá de cualquier preferencia en todos los sentidos.
La manera de frenar y combatir a la delincuencia, organizada u ocasional, es con un gobierno comprometido y fuerte. Los desafíos para el país son de dimensiones mayores y, por eso mismo, se requiere de una clara e indiscutible fortaleza institucional. Esa fortaleza debe provenir, y por ahora así es, del respaldo popular que también es indiscutible en el país. Un gobierno fuerte es una garantía consensuada por la voluntad de los ciudadanos en el territorio nacional.
Por eso es importante brindar un apoyo libre y democrático a las acciones de gobierno, que ahora se han orientado hacia la recuperación de la hegemonía nacional. De ninguna manera se podrá enfrentar a la violencia si el Estado no tiene la hegemonía que requiere. Si el Estado se compromete con la irregularidad, el destino para los mexicanos no es halagüeño ni mucho menos.
La fuerza del Estado no es suficiente. Es necesario ir a las verdaderas causas y éstas son sociales, culturales e históricas. Existen expresiones culturales que es necesario reorientar y malestares sociales generados en la desigualdad y la falta de un sustento para expectativas sociales o personales más prometedoras.
Seguramente, y por fortuna, no todos nuestros compatriotas marginados se van a ir por el camino del delito para resolver sus problemas económicos. Seguramente, la mayoría clara de los mexicanos marginados es respetuosa de las leyes y de la moralidad ciudadana.
Sin embargo, la marginación también es un factor decisivo para las impunidades. También existen los efectos de demostración desde la vida aparentemente fácil de los delincuentes: la impunidad es un atractivo que suele impactar en los espacios en donde la justicia legal no llega puntualmente.
Ciertamente, es necesaria la presencia de agentes del orden; es decir, de policías, guardias nacionales… agentes del ministerio público y jueces, pero también de los programas sociales y de una mejor moralidad por parte de quienes son los encargados de impartir la justicia. Es un asunto de Estado, por supuesto, pero también lo es de la sociedad. Si los delincuentes tienen cobijo entre la ciudadanía, el imperio de la ley estará siempre en entredicho. Si los delincuentes son vistos como un instrumento de la justicia para los pobres, la moral social, la ética ciudadana, deberá ser revisada.
La justicia debe llegar con más energía a la Sierra Tarahumara. Debe llegar puntualmente, pero la justicia debe partir de cambios en la estructura social y en las expresiones culturales. Se alcanzará con programas sociales realmente impactantes y con un proceso educativo incluyente y con orientaciones democráticas. Es necesario atender lo urgente, pero sin olvidar el fondo del problema.
Para citar a Rosario Castellanos: necesitamos que la justicia plena nos visite y se quede entre nosotros.
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