El fogueo como reportero de nota roja dio al norteamericano John Katzenbach (Nueva Jersey, 23 de junio de 1950) la materia prima de lo que después sería una de las obras actuales más consistentes en el género policiaco de acción, con énfasis en las tramas psicológicas. Sus despiadados asesinos seriales lo convirtieron en autor superventas. Transcribo las primeras líneas de su novela Confianza ciega (Random House, 2020), traducida por Laura Paredes.

El detective privado marcó el único número que había en el móvil desechable que le había proporcionado el cliente al contratar sus servicios. No había tenido ningún otro contacto con el cliente desde su encuentro inicial. Ante su sorpresa, el cliente contestó al segundo toque del timbre.

–Ah, detective. Me alegra tener noticias suyas. Dígame, ¿alguna novedad?

–Creo que le complacerá –respondió el detective apresuradamente–. Nombre, dirección, número de teléfono. Tengo algunas fotos, incluso de la niña, aunque como sabe, ahora ya es adulta. Las fechas, las épocas, las edades, todo concuerda con los parámetros que usted me dio, de modo que estoy bastante seguro de haber encontrado a nuestro sujeto. Imagino que lo sabrá con certeza cuando vea las imágenes. No son muy buenas; las tomé en lugares muy concurridos o desde sitios donde no pudiera ser visto, de acuerdo con sus instrucciones. No creo que me pillaran, aunque no puedo estar seguro. Sea como sea, puedo enviárselo todo a su oficina hoy mismo.

–Hay algo que me intriga ¿cómo ha logrado resolver este caso? Muchos otros han fracasado.

–Perseverancia y algo de suerte.

–¿Qué clase de suerte?

–Bueno, los antecedentes me los contó. Limité mi búsqueda a Nueva York, Connecticut y cuatro estados de Nueva Inglaterra. Massachusetts, New Hampshire, Vermont. Presté atención especial a Maine por motivos obvios…

–Por supuesto.

–Muchos callejones sin salida y muros infranqueables. Tenía mis dudas de lograr nada, supongo que como los demás…

–Todos aceptaban mi dinero y acababan dándose por vencidos. Ha sido muy frustrante.

–Bueno, repasé todos los detalles de lo que me explicó inicialmente y tuve una idea. Indemnizaciones por la muerte de un militar. Por lo que se trataba de acceder a los registros de la Administración de Veteranos de hace un par de décadas. Bastante aburrido, pero sólo necesitaba un nombre. Imaginé que habría tenido que probar quién era para percibir las prestaciones del gobierno. Así que habría un rastro documental. Supuse que un nombre llevaría a otro. Conocía a una persona que podía facilitarme el acceso a esa información. Alguien que me debía un favor enorme

–¿Un favor?

–Digamos simplemente que cuando se lo pedí, se vio obligado a hacerlo.

–¿Se vio obligado?

–Tiene unos gustos verdaderamente inusuales que ha conseguido ocultar a todo el mundo excepto a mí.

Una pausa. Y entonces el cliente soltó una sonora carcajada.

–Bueno, creo que ambos coincidimos en que el fin justifica los medios.

–Acostumbra a ser casi siempre así en mi profesión –afirmó el detective privado.

–También en la mía –aseguró el cliente–. Así que obtuvo un nombre…

–Sí. Y eso me llevó a un acuerdo inmobiliario cerrado hace más de diez años. La venta de una vieja granja en Maine. El importe fue a parar a una persona que había fallecido años antes, y fue enviado posteriormete a la cuenta de otra persona en otro pequeño municipio del estado de Nueva York. Fue un hueso duro de roer, pero, al final, bingo.

 

Novedades en la mesa

El jefe de la Gestapo inspiró la novela histórica policiaca del francés, Laurent Binet, HHhH (Seix Barral, 2011), traducida por Adolfo García Ortega.