La quinta novela del narrador y editor Chris Pavone (Nueva York, 23 de julio de 1968), Dos noches en Lisboa (Motus, 2023), traducida por María Inés Linares, es una secuencia de acción sin descanso para sus enigmáticos personajes, y al igual que los anteriores thrillers del autor, va camino a convertirse en serie de televisión. Transcribo las primeras líneas.
Portugal, día 1. 7.28 a. m. Ariel despierta, sola. La luz del sol entra a raudales por el espacio entre las cortinas y proyecta una columna brillante en la pared, casi dolorosa de ver.
Ariel siente calor. Aparta la sábana hacia el otro lado de la cama, donde debería estar su flamante esposo, pero no está. Su mirada se pasea por la habitación, como si saltara sobre las piedras al cruzar un arroyo, buscando algún rastro de John, pero no encuentra ninguno. Se deja caer en la corriente gélida de un pánico ya conocido: ¿y si se equivocó con él, con todo esto?
El reloj de la mesita de noche marca las 7.28 en un rojo alarmante. Es mucho más tarde que la hora a la que Ariel se despierta habitualmente, en especial en esta época del año. Son los meses más atareados en la granja: los pájaros empiezan a cantar alrededor de las cuatro de la madrugada, el trabajo del campo comienza al amanecer, los perros ladran, los hombres gritan por encima del traqueteo de los motores. Es difícil dormir con todo ese alboroto, incluso si ella quisiera
Ariel ha sido madrugadora desde que nació George; era necesario mientras fue un bebé, pero cuando el niño comenzó a dormir durante más horas seguidas, ella no lo imitó. Levantarse temprano se convirtió en una cuestión ideológica, de carácter. Así quería que se la conociera, aunque sólo fuera para sí misma: por levantarse temprano, acostarse temprano y ser una trabajadora incansable entre ambos momentos; una persona seria y responsable, después de haber malgastado su juventud, o algo aún peor que malgastarla.
A pesar de su pulso acelerado, Ariel todavía está atontada; su mente, turbia. La noche anterior debe de haberla golpeado de verdad: la deshidratación y el agotamiento de los viajes internacionales, el desfase horario, la comida, el vino y el sexo, la píldora para dormir que John le hizo tomar.
Él se había levantado de la cama; ambos estaban empapados de sudor, agotados. Se volvió para mirar a Ariel, para admirarla desnuda, acostada: un rubor rosado se extendía por su pecho palpitante, subía por el cuello y llegaba a las mejillas, como una infección que avanza rápidamente. Se inclinó hacia ella, pero se detuvo justo antes de que sus bocas se encontraran. La miró fijamente a los ojos, haciéndola desear hasta que ella ya no pudo esperar más y estiró el cuello para darle un beso que fue casi demasiado largo, profundo, y desencadenó una nueva oleada de excitación, que se sumó a la que aún sentía. Su piel tan viva, tan cosquilleante, puro deseo. Ariel lo vio moverse lentamente por la habitación a oscuras, con cuidado de no tropezar, de no golpearse un dedo de un pie. Desnudo junto a la ventana, movió el cierre de los postigos hasta que se oyó el clic satisfactorio cuando se abrieron. Cogió una hoja con cada mano y las empujó suavemente hasta que se abrieron de par en par. Luego, el toque suave de las yemas de los dedos, como pidiendo permiso.
Esto es exactamente lo que Ariel siempre ha deseado. Exactamente lo que ha conseguido, por lo menos hasta ahora.
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