Por la pertinaz polarización política para excluir que puso en marcha y ha practicado durante su gestión el presidente Andrés Manuel López Obrador, el resultado electoral ha traído consigo el expediente adicional del pragmatismo que rechaza el diálogo y la construcción de entendimientos y acuerdos de la mayoría con las minorías. Se aduce el respaldo popular para traducir la mayoría en el absoluto. La minoría es testimonial; no es necesaria en la adopción de las decisiones sobre la conducción del Estado.
Por el dominio de los medios públicos de comunicación y el ejercicio incesante de propaganda gubernamental, así como por la forma de transformar en algo aceptable la ausencia de equidad en el proceso electoral y la indebida participación del Ejecutivo Federal en la competencia, muy pronto ha pasado el grueso de nuestra sociedad -incluso la parte más interesada en los asuntos públicos- a normalizar la forma y circunstancias en las cuales se produjo y transita el proceso: una mayoría contundente con impugnaciones casi testimoniales, y un despliegue de actos de pre-gobierno, si bien guiados y tutelados por el inquilino de Palacio Nacional, de quien todavía no ha sido declarada presidenta electa pero ya ejerce “funciones” de nombramiento.
Más que el alegato formal, vale apreciar la construcción narrativa y el resultado perseguido: la continuidad sin pausa y el mandato para realizar la gestión sin considerar la diversidad política, económica, social y cultural de la República. La visión de la mayoría y sus propuestas se convierten en el todo o lo único; en la expresión de la decisión popular encarnada en esa mayoría.
Casi todo se ha reducido a la adoración de la legitimidad de origen en la jornada electoral, por eso es indispensable disolver los cuestionamientos sobre las actuaciones ilegales e irregulares y construir la narrativa de un mandato para cambiar el régimen constitucional: como se dijo que las oposiciones obstaculizaban esas reformas, el llamado Plan C era el objetivo. Votar por la coalición oficial era el aval requerido, en tanto que sufragar por otra opción implicaba el contrapeso a esas ideas.
Por ello el intenso corolario de este proceso electoral es la transformación de los sufragios en diputaciones y senadurías. Asumiendo el todo del todo, la candidatura más votada fue la de la coalición del gobierno a la presidencia de la República; con 59 por ciento de la votación, la Dra. Claudia Sheinbaum Pardo será presidenta electa. Creo que nadie podría decir que las tácticas y la estrategia adoptadas no fueron exitosas, y no obtuvo las dos terceras partes de los sufragios.
Esa coalición, en los comicios para renovar las cámaras del Poder Legislativo, alcanzó el 54 por ciento de la votación. No todas las personas que confiaron en la candidata presidencial pensaron igual en las candidaturas al Congreso. En este plano, menos aún le confirieron la mayoría calificada. ¿Podrían conducir a ello las reglas del sistema electoral? Esa es la cuestión debatida en la asignación de las diputaciones y las senadurías de representación proporcional.
Por el antecedente del sistema electoral del partido hegemónico y, luego, dominante, es veraz la lectura de las sucesivas reformas de la transición a la democracia -1977, 1986, 1993, 1994 y 1996- como una sucesión de modificaciones hacia la competencia en condiciones de equidad en la cual la fuerza mayoritaria de esas épocas cedía y, al mismo tiempo, mantenía; verbigracia, los tiempos del Estado en radio y televisión y el financiamiento público para todos los partidos, pero con criterios de acceso acordes a la fuerza electoral de cada partido.
Esos antecedentes de ceder y mantener, que se hicieron norma y pueden ser reclamados en su aplicación, constituyen la esencia del alegato del gobierno: las reglas protectoras de la mayoría favorecen hoy a quienes en otro tiempo no lo eran. La piedra de toque está -me parece- en la disposición que limita a 300 el número de diputaciones a las cuales puede accederse al sumar sus triunfos de mayoría relativa en los 300 distritos uninominales y las curules que pudieran corresponderle de las 200 de representación proporcional. Ese límite no se estableció para el Senado, donde a través de la primera minoría en cada entidad y la lista nacional de senadurías plurinominales, quizá se prefiguró que las dos terceras partes no serían fácilmente alcanzables, como hasta ahora ha ocurrido.
¿Por qué el límite de 300 diputaciones? Porque para el tránsito exitoso de una reforma constitucional en San Lázaro se requieren 334 votos si están en el Pleno sus 500 integrantes. En otras palabras, si en la Constitución están las decisiones políticas fundamentales, el diálogo y el acuerdo entre mayoría y minorías es indispensable. No eran ingenuos quienes construyeron la reforma electoral de 1996; había dos temas de preocupación al diseñar la transformación de los votos en diputaciones: (i) la dirección política de la Cámara y la sobre representación autorizada de 8 por ciento del Pleno por encima del porcentaje de la votación obtenida, y (ii) el piso para las reformas constitucionales.
Es claro que el gobierno federal no tiene el menor interés en el diálogo y los acuerdos para legitimar, con el concurso de las oposiciones, las reformas constitucionales que propone. ¿Qué peso cabe, entonces, darle al límite para que una fuerza política dominante no puede aprobar -por sí sola- reformas a la Constitución en la Cámara de Diputados? El máximo, porque representa la garantía de la pluralidad en la adopción de las normas supremas de convivencia política.
Y la expresión de la voluntad popular fue por la pluralidad, con base en la presentación de dos amplias coaliciones y un partido político. Así se definieron las votaciones mayoritarias en los distritos y las entidades federativas y también el conjunto de la votación nacional para las diputaciones y las senadurías de representación proporcional. Además, las coaliciones y el partido formularon y registraron sus correspondientes plataformas electorales. Si los triunfos que obtuvieron fueron en tanto coaliciones o partido para sostener los planteamientos de sus respectivas plataformas, es la lógica que cabe asignar a la expresión de la ciudadanía que votó. Construir una súper mayoría oficial sin el límite de 1996 a la fuerza dominante minaría la representatividad efectiva de las minorías en los procesos de reformas constitucionales. Es muy peligroso.