La 79 Asamblea General de la ONU aprobó el “Pacto del Futuro”, que ofrece una hoja de ruta para atender retos mundiales, mejorar la gobernanza global y fortalecer al multilateralismo. Bien por ello. No obstante, desde la teoría de las relaciones internacionales, conviene analizar el alcance de estos esfuerzos reformistas, que podrían mantener intocado el status quo global en temas relacionados con el ejercicio del poder y el mantenimiento de la paz y la seguridad. Vayamos por partes.
En las relaciones internacionales hay dos cosmovisiones principales. Por un lado están los utopistas, que promueven el bien común y la armonía de intereses. Por el otro, desde una posición de poder, los realistas abogan por afianzar su propia idea de un entorno virtuoso, aunque ello signifique mantener conflictos. En ambos casos hay consistencia. Los utópicos insisten en que las personas y la sociedad política, tejen solidaridad ante causas comunes. A su vez, los realistas invocan presuntos beneficios para la humanidad e imponen unilateralmente condiciones de paz, seguridad y cooperación, que en realidad atienden a su propio interés nacional. Con ambas cosmovisiones mezcladas y a contrapelo de anhelos mayoritarios, el orden liberal vigente, de suyo utilitario, se traduce en una moral internacional impuesta por las potencias, que desdeña principios universales y favorece la atención descarnada de intereses en diferentes coyunturas.
Ante el extremo de ambas posturas y en la actual coyuntura, hay más opciones. Es decir, el internacionalismo y la solidaridad entre los pueblos pueden ser pilares de una reforma al sistema multilateral que estimule la cooperación que requieren los países de la periferia y no, como ocurre, de aquella que conviene a los grandes centros de poder. Esta reforma debe aspirar a un nuevo orden, donde la seguridad colectiva sea sostenible, en sentido amplio, incluso en temas relacionados con el ejercicio del poder y su equilibrio.
Aunque viable, esta meta no es fácil de alcanzar porque enfrenta la resistencia de burocracias internacionales agónicas y de liderazgos globales confundidos y cada vez menos legítimos. En efecto, el sistema de equilibrio de poderes heredado de 1945, que estableció un modelo de convivencia donde la política ha moldeado los principios -y no al revés-, es el tendón de Aquiles de un entramado institucional que ha relegado el trabajo diplomático de la mayoría de las naciones a un mero ejercicio de sobrevivencia. Ante la enorme influencia de algunas naciones, el resto del mundo parece haberse acostumbrado a la idea de que, frente a la posibilidad de la guerra, es preferible la paz por la paz misma, aún y cuando ello, por temor, no contribuya en nada a cambiar el rumbo en lo sustantivo y mantenga la práctica de remendar un sistema defectuoso.
En los setentas del siglo pasado se hablaba de un nuevo orden internacional y de la ONU como gobierno universal. Ese anhelo se quedó corto porque pasó por alto la diferencia entre altruismo (moral-utopía) y egoísmo (política-realismo), valores antagónicos que respectivamente estimulan solidaridad o la arrogancia unilateral que impide armonizar intereses y trazar una ruta común para todos. Así las cosas, si se quiere un nuevo sistema mundial, a partir de los derroteros que marca el novedoso Pacto del Futuro, habrá que reconciliar esos valores y articular formas inéditas de cooperación, que mitiguen el impacto de iniciativas hegemónicas en el Sur Global y, sin propaganda, abran paso a la seguridad colectiva del porvenir.
El autor es internacionalista y Doctor en Ciencias Políticas.