En todo texto hay dos planos, el primero atrae a todos los lectores, los engancha; el segundo suele estar cargado de guiños a lectores avezados y de homenajes a maestros de las letras. Ocurre con “Un caballero de París” de John Dickson Carr (EU, 30 de noviembre de 1906-27 de febrero de 1977), quien se vale del genio de Edgar Allen Poe para resolver un misterio. Transcribo las primeras líneas del cuento.

Carlton Hotel. Broadway. Nueva York. 14 de abril de 1849.

Querido hermano: Si mi mano hubiese estado más firme, o mi alma presa de menos agitación, te habría escrito antes: “Todo está a salvo”. Esto te lo puedo decir enseguida. Por lo demás, busco en vano el sueño, lo cual no sólo se debe a mi condición de extraño, de forastero en Nueva York.

Creo que ya hemos hablado de la humillación que ha de sufrir un francés cuando va a Inglaterra, si pretende embarcarse en una nave segura. El Britania zarpó de Liverpool el día 2 del mes y arribó aquí el 17. No sonrías, te lo suplico, cuando leas que mi primera visita en tierra americana fue a un lugar llamado Salón de Platt debajo del Teatro Wallack.

—¡Gran Dios, qué voyage!

¡Oh, mi estómago! Ni siquiera podía retener el champaña. De mi paso y mi estado general te diré que me sentía tan débil como un niño.

—Tenga la bondad —dije a un cochero, cuando logré abrirme paso entre la horda de inmigrantes irlandeses—, de llevarme a un agradable sitio de esparcimiento.

El cochero no tuvo ninguna dificultad en comprender mi inglés, cosa que me complació. ¡Qué extraordinarios son estos saloons!

El saloon del señor Platt le ensordecía a uno con el martilleo sobre el hielo, que entregan en largos bloques. Aunque los globos de gas coloreados a mano y las pinturas rosa colgadas frente al mostrador eran tan buenas como las que se pueden ver en los Tres Hermanos Provinciales de París, he de confesar que el lugar no olía tan agradablemente. Un grupo de caballeros, tocados con sombreros tal vez un poquito más altos que los de nuestra tierra, vociferaban junto al mostrador. Nadie se fijó en mí hasta que pedí un cherry cobbler.

Uno de los barmen, como les llaman aquí, me dirigió una mirada llena de perplejidad, mientras preparaba mi pedido.

—¿Recién llegado del viejo continente, no es así? —me preguntó en tono amistoso.

Aunque me pareció extraño oír mencionar a Francia de aquella manera, asentí con un movimiento de cabeza.

—¿Italiano, tal vez?

El hombre, por supuesto, no conocía lo mortal de aquel insulto.

—Soy francés, señor —contesté.

Entonces se mostró verdaderamente complacido. Su mofletudo rostro fue atravesado por una amplia sonrisa y entre sus labios brilló un diente de oro.

—¿De veras? —dijo—. ¿Y… cómo se llama usted? A menos que… —y aquí su rostro se oscureció con esa repentina sospecha defensiva que, por alguna razón para mí incomprensible, brota tan a menudo de los corazones de los americanos—, a menos que usted no quiera darlo.

—De ninguna manera —le aseguré—. Me llamo Armand de Lafayette y estoy a sus órdenes.