Voltaire (François-Marie Arouet), narrador y filósofo francés (21 de noviembre de 1694-30 de mayo de 1778), escribió más de diez mil cartas, transcribo un fragmento de la dirigida al joven poeta Lefevbre en 1732, traducida por Roger Pla.

Vuestra vocación, mi querido Lefevbre, es demasiado definida como para que podáis resistirla. Es menester que la abeja elabore su cera, que el gusano de seda hile, que M. de Reaumour los diseque, y que vos les cantéis. Seréis poeta y hombre de letras no tanto porque así lo hayáis deseado, sino porque la naturaleza lo ha querido. Pero os equivocáis mucho al imaginar que disfrutaréis de la tranquilidad. La carrera de letras, y especialmente la del genio, es más espinosa que la de la fortuna. Si tenéis la desgracia de ser mediocre (lo que no creo), ya tendréis con ello remordimientos para toda la vida; si triunfáis, tendréis enemigos; camináis sobre el borde de un abismo, entre el desprecio y el odio.

“Pero ¡cómo! —diréis—. ¿Seré odiado, perseguido, por haber hecho un buen poema, una pieza de teatro elogiada, o por haber escrito con éxito una novela, o por haber tratado de esclarecer mi espíritu instruyendo de paso a los demás?”

Sí, amigo mío, he ahí lo que os hará desdichado para toda la vida. Supongamos que hayáis hecho una excelente obra; tendréis que abandonar vuestro cuarto de estudio para ver al censor real; si su manera de pensar no coincide con la vuestra; si él no es amigo de vuestros amigos; si lo es, en cambio, de vuestro rival; si él mismo es rival vuestro, os será más difícil obtener el privilegio correspondiente, que a un hombre desprovisto de la protección de las mujeres lograr un puesto en el comercio.

Pero en fin: luego de un año de rechazos y gestiones, vuestra obra se imprime. Es entonces cuando os será preciso adormecer a los cancerberos de la literatura o hacerlos ladrar a favor vuestro. Hay permanentemente tres o cuatro gacetas literarias en Francia y otras tantas en Holanda; pertenecen a facciones distintas. Los editores de estos periódicos tienen interés en que sean satíricos; los que trabajan en ellos están al servicio de la avidez del editor y de la malignidad del público. Os proponéis entonces hacer sonar estas trompetas del Renombre; cortejáis a los escritores, los protectores, los eclesiásticos, los libreros; todo vuestro empeño no evitará sin embargo que alguno de estos periodistas os zahiera. Vos le respondéis, él replica, sostenéis ambos una polémica ante el público, y éste condena a las dos partes al ridículo.

Mucho peor será todavía si escribís para el teatro. Comparecéis ante el areópago de veinte actores, gente cuya profesión, aunque útil y agradable, está manchada por la injusta, aunque irrevocable crueldad del público. Este desdichado envilecimiento en que se ven sumidos les irrita; en vos encuentran un candidato, y os prodigan entonces todo el desprecio de que se ven cubiertos. De sus labios os llegará la primera sentencia; os juzgan; se hacen cargo, al fin, de vuestra obra: no hará falta más que un gracioso mediocre en la platea para hacerla caer […] Lleváis temblando vuestro libro a una dama de la corte; ella lo entrega a una dama de compañía que hará con él papelillos para el cabello; y el lacayo galoneado que viste la librea de lujo insultará vuestro traje que es la librea de la pobreza […]