En un entorno mundial tenso y hostil, de lealtades contadas y voraz competencia económica y militar, todos los países, sin importar su poderío o influencia, reconocen en la política exterior el instrumento adecuado para promover intereses nacionales y fomentar relaciones de amistad y cooperación con terceros actores. En el Norte global, esa política proyecta capacidad para ejercer poder y dominio mediante el uso o la amenaza del uso de la fuerza. A su vez, la política externa de la mayoría de las naciones del Sur busca acomodos que les garanticen mínimos de bienestar y su autopreservación. En ambos casos, con una buena dosis de seducción y principios no siempre convergentes, se despliegan estrategias diplomáticas para forjar alianzas y contener la naturaleza conflictiva del género humano (Hobbes).
El escenario mundial exige a las naciones del Sur conducirse con versatilidad y singular ingenio; sin camisas de fuerza que limiten su habilidad para navegar en aguas turbulentas y atender sus prioridades de la mejor manera posible. En beneficio de tal pragmatismo, parecerían ser cada vez menos útiles las narrativas idealistas que respaldan el orden jurídico y los valores que nutren al sistema liberal heredado de la segunda posguerra. No obstante, conviene lo opuesto. Es decir, en un gesto de congruencia, la política exterior de los países periféricos está llamada a seguir siendo idealista y ética, de tal suerte que opere como salvoconducto para ampliar la coperación y, por la vía de consensos entre pares, coadyuve a preservar autonomía, atender metas de desarrollo y mitigar la posibilidad de enfrentamiento entre sí y con las potencias.
Aunque parezca contradictorio, la modernidad va en sentido contrario a la Historia. En efecto, con el pretexto de buscar la paz y la mejora constante de las condiciones de vida de los pueblos, dicha modernidad se finca en narrativas políticas intimidantes y estrategias económicas concentradoras de riqueza y depredadoras del medio ambiente. Visto así, ese concepto de lo moderno es falaz y peligroso porque vulnera consensos semilla de convivencia y socava los pilares de la seguridad internacional, en sentido amplio. En este complicado teatro, los países del Sur deben ser cautos y diseñar políticas exteriores equlibradas y pragmáticas, que les permitan atender sus necesidades de desarrollo sin merma de soberanía, a través de la cooperación mutua y también con actores poderosos y organismos multilaterales.
El reto no es fácil y sugiere la lectura actualizada y crítica de Maquiavelo y de Sun Tzu. En el caso del primer autor, para evitar que el mantenimiento de la paz y seguridad mundiales, así como el respeto a valores universales, sean secundarios a “razones de Estado” y a cálculos asociados con el interés de unos cuantos. En el segundo, para que el pragmatismo político no se invoque a contrapelo del bien común (Santo Tomás). En ambos supuestos, el propósito de la política exterior de los países de la periferia es que estos no sean cohortes de actores influyentes que, a cambio de respaldo o protección, los subordinen y lleven a avalar un modelo de orden global concebido en la exclusión; un orden perverso donde la paz es precaria porque se fragua como conflicto pactado o, peor aún, como constante preparación para la guerra.
El autor es internacionalista y Doctor en Ciencias Políticas.