Entre el año que se acaba de ir y el que recién comienza, convergen las lecciones del trecho andado con ánimos de renovación en el futuro inmediato. En este cruce de caminos ocurre un proceso natural de valoración de errores y aciertos, que reproduce el varias veces milenario anhelo de mejorar la vida y la convivencia social. Ante el innegable y profundo deterioro de la política mundial, las fechas son propicias para desechar lo adjetivo (unilateralismo-guerra) y abrazar lo sustantivo (multilateralismo-paz); para abrir la puerta a lo que permanece porque es edificante y virtuoso.
Parece también obligado hacer una alto para valorar, con ojo académico, la actualidad de conceptos cuyo significado ha cambiado y que, no obstante, se utilizan de forma acrítica como parte del lenguaje asertivo de las relaciones internacionales. Así ocurre, entre otros, con independencia, soberanía, multilateralismo, cooperación, y por supuesto, derecho, paz y seguridad. La propuesta es compleja porque tal valoración se enmarca en una transformación inconclusa y peligrosa, donde los usos y abusos del poder acentúan las tensiones derivadas de una globalización ineficaz y de la crisis de legitimidad que paraliza a la Organización de las Naciones Unidas.
El problema es estructural. De ahí que, para remontar insuficiencias económicas y rezagos sociales, los estados deban fraguar acuerdos políticos sustentados en un pragmatismo edificante y no, como ocurre, en el despliegue de destrezas depredadoras. Dicho en otras palabras, la responsabilidad con el presente puede abonar al desarrollo sostenible y estimular la construcción de compromisos que abracen y no excluyan; que reconozcan al planeta como patrimonio común de la humanidad y no como teatro de luchas ideológicas y competencias hegemónicas irreductibes.
En esta perspectiva y porque van a contrapelo del diálogo intercultural y de la tolerancia entre los pueblos, flaco favor le hacen a la causa de la paz las narrativas xenófobas y nacionalistas. Ahora que la sociedad civil enarbola causas que cuestionan gobiernos y aparatos estatales, el dogmatismo debe mutar por tolerancia y la intransigencia por justicia y democracia.
Los desafíos son inmensos y complejos. A manera de ejemplo, las nuevas tecnologías facilitan comunicaciones y acercan geografías, pero igualmente son una insólita forma de poder que estimula el armamentismo y pervierte la tesis que aboga por la ciencia que suma para beneficio de la humanidad. Entre Oriente y Occidente, entre el Norte y el Sur globales, son crecientes las disparidades y divergencias y muy precarios los espacios para la esperanza y la cohesión.
Si se habla de las grandes religiones, los problemas no son menores y se multiplican ante ortodoxias y dogmatismos irreductibles, que aspiran a monopolizar la idea de lo divino. En cualquier caso, ante el inquietante estado de cosas, la reforma de la ONU es una prioridad que obsequia el capital político requerido para revertir la anarquía y crear un nuevo orden a través de la renegociación de sus acuerdos fundacionales. Para ello, en este año que inicia, convendrá a los gobiernos conducirse con prudencia diplomática y la mirada puesta en el porvenir. Mis lectores dirán que soy un soñador y, en efecto, parafraseando a John Lenon, no soy el único sino uno más de los que anhelamos que todas las personas nos unamos para que el mundo viva como uno solo y sea mejor. Feliz Año Nuevo 2025.
El autor es internacionalista y Doctor en Ciencias Políticas.

