De la espléndida pluma de Benjamín Fanklin (17 de enero de 1706-17 de abril de 1790), el estadista, inventor, filósofo, escritor y enamorado, transcribo la carta de amor dirigida a su vecina, Madame Helvétius, viuda del filósofo, después de que ella lo rechazara. Él era embajador de EU en Francia, tenía 74 años y ella 61. (Tomada de la antología Literatura epistolar, publicada por Océano).

A Madame Helvétius. Passy, enero de 1780. Mortificado por vuestra resolución de permanecer sola el resto de vuestra vida, para honra de vuestro marido, como con tanta decisión anunciasteis anoche, regresé a casa, me eché en la cama, me creí muerto, y me hallé en los Campos Eliseos.

Me preguntaron si deseaba ver a alguien en particular. “Llevadme con los filósofos”. “En este jardin residen dos, que son muy buenos vecinos y muy amigos entre sí”. “¿Quiénes son? Sócrates y Helvétius”. “A ambos los estimo muchisimo; pero llevadme a Helvétius primero, porque de francés algo entiendo, y de griego ni una palabra”. Me recibió con suma cortesía, diciéndome que mi reputación había llegado hacía ya tiempo a sus oídos. Me hizo mil preguntas sobre la guerra, y sobre el estado actual de la religión, la libertad y el gobierno en Francia. “Pues usted no me pregunta nada sobre su amiga Madame Helvétius, y sin embargo ella lo sigue amando con exceso hace apenas una hora que estuve en casa de ella”. “Ah!” me contesto, “me hace usted recordar mi felicidad anterior, pero tuve que olvidarla para ser feliz aqui. Durante muchos años no pensé más que en ella. Al cabo recibí consuelo. He tomado otra mujer, la más parecida a ella que pude encontrar. Es cierto que no es tan hermosa; pero tiene tanto sentido e ingenio como ella, y me ama infinitamente. Su único y constante estudio es complacerme; precisamente ahora ha ido a buscar el mejor néctar y ambrosía para regalarme esta noche; quedaos conmigo y podréis verla”

“Advierto”, le dije, “que vuestra amiga de antes es más fiel que vos; pues muchos buenos pretendientes se le han ofrecido, y a todos ha rechazado. Os confieso que yo mismo la amaba con exceso, pero fue severa conmigo y me ha rechazado sin ambages, pues aún os ama”. “Os compadezco”, repuso, “por vuestra desdicha; pues sin duda es una buena mujer, y muy amable. Pero, decidme, ¿siguen frecuentando su casa el Abbé de la Roche y el Abbé Morellet?” “Sí, en verdad, pues ella no ha perdido a uno solo de vuestros amigos.” “Si os hubierais ganado al Abbé Morellet con café con crema, para que hablara en vuestro favor, quizá hubierais tenido éxito, porque discurre con tanta sutileza como Scotus o Santo Tomás, y ordena tan bien sus argumentos que los hace punto menos que irresistibles; o si hubierais conseguido, obsequiándolo con una buena edición de un clásico antiguo, que el Abbé de la Roche hablara contra vos, ello habría sido mejor aún; porque siempre he observado que cuando le aconseja algo, ella siente una fuerte inclinación a hacer lo contrario”.

No bien acababa de decir esto cuando entró la nueva Madame Helvétius, con el néctar; al punto la reconoci: era la señora de Franklin, mi antigua amiga americana. La reclame, pero me repuso, fríamente: “He sido una buena esposa para ti durante cuarenta y nueve años y cuatro meses; casi medio siglo; confórmate con eso”. Descontento por esta negativa de mi Eurídice decidí abandonar inmediatamente esas almas ingratas y volver a este buen mundo para ver de nuevo el sol , y a vos. Heme aquí. Venguémonos. Benjamín Franklin.