Las campañas judiciales están en marcha, arrancaron el 30 de marzo y terminarán el 28 de mayo. Sesenta días que podrían parecer una oportunidad para conocer a quienes aspiran a ocupar cargos en el Poder Judicial de la Federación y también en 19 poderes locales. Lamentablemente la realidad es otra: estamos asistiendo a un espectáculo desconcertante, un ejercicio que más que informar o fortalecer la democracia, exhibe sus límites, sus trampas y sus contradicciones.

Desde que se dio luz verde a este proceso inédito, se nos dijo que sería una oportunidad para abrir el Poder Judicial a la ciudadanía, para acercar la justicia a la gente, para lograr construir un poder judicial más humano y sensible con las causas sociales. Que conoceríamos los perfiles, que elegiríamos con libertad, que democratizaríamos la justicia. Hoy, apenas unas semanas después del arranque formal de las campañas, esas promesas suenan vacías.

Lo que hemos visto hasta ahora no son propuestas serias ni debates jurídicos, sino un desfile de ocurrencias, bailes, filtros, disfraces y eslóganes. Chicharrones preparados como herramienta de campaña. Mujeres en lencería como estrategia de impacto. Juzgadoras de carrera bailando cumbia en TikTok. Todo por unos cuantos likes. Todo en nombre de una cercanía ciudadana que, en el fondo, resulta profundamente insultante.

¿En qué momento permitimos que la carrera judicial —una profesión que exige formación, experiencia, imparcialidad y técnica— se convirtiera en una competencia de popularidad? ¿Por qué asumimos que la seriedad es incompatible con la democracia, y que para acercarse al pueblo hay que disfrazarse, desfigurarse, degradarse?

Esta no es una crítica a quienes aspiran a los cargos. Es, sobre todo, una crítica al modelo que se les impuso. Un modelo que les obliga a hacer campaña, pero no les da herramientas claras. Que les exige conectar con la ciudadanía, pero les prohíbe prometer lo que en realidad no está en sus manos. Que los enfrenta a un electorado desinformado, mientras los partidos operan tras bambalinas para asegurar “cuotas” disfrazadas de votos.

Porque eso es lo que hay detrás de este proceso: acuerdos previos, pactos no declarados, estructuras territoriales operando a favor de ciertas candidaturas. La campaña pública, con sus videos, sus frases hechas y sus promesas recicladas, es apenas la fachada. El verdadero juego se juega en otro lado, con otras reglas y con otros actores.

Y en ese escenario, las y los candidatos quedan atrapados. Si no hacen campaña, pierden visibilidad. Si hacen campaña, corren el riesgo de perder dignidad, seriedad y neutralidad. ¿Qué pueden prometer sin comprometer su independencia? ¿Qué pueden ofrecer que no los ate a los intereses de quienes eventualmente les pedirán que “juzguen con sensibilidad” a favor de su electorado?

Muchas de las cosas que hoy escuchamos en redes y entrevistas —acceso a la justicia, perspectiva de género, trato digno, celeridad en los procesos— ya están incluidas en las obligaciones del cargo. No son promesas, son deberes. Y si no las cumplen, pueden ser removidos. ¿Qué sentido tiene entonces hacer campaña en torno a lo que ya es exigible por ley?

La simulación es doblemente perversa: convierte a la elección en un espectáculo, pero también desnaturaliza la función judicial. Porque la justicia no es un espacio de representación política. No se trata de defender los intereses de una comunidad, sino de garantizar los derechos de todas las personas por igual, sin importar quiénes votaron por ti.

Y si esto ya era grave, la decisión del Tribunal Electoral del pasado miércoles 9 de abril agrava el escenario. Al revocar los lineamientos del INE que impedían que los poderes de la Unión y sus servidores públicos promovieran el voto, se abre la puerta a la intervención política directa en un proceso que, por su diseño, ya era frágil.

La sentencia no solo vulnera la equidad del proceso actual. Sienta un precedente sumamente riesgoso de cara a 2027, cuando nuevamente se renueven múltiples cargos y el poder político buscará influir —de manera aún más abierta— en la composición del Poder Judicial. ¿De verdad queremos ministros, magistradas y jueces electos con el respaldo de gobernadores, alcaldes o diputados en campaña? ¿De verdad creemos que eso fortalecerá la independencia judicial?

Estamos a tiempo de reflexionar. De entender que la democratización del Poder Judicial no puede ser una excusa para su debilitamiento. Que abrir los procesos de selección no significa convertirlos en concursos de popularidad. Que la rendición de cuentas no puede confundirse con la subordinación al poder político.

Y, sobre todo, estamos a tiempo de actuar. El 1 de junio, por primera vez, la ciudadanía tendrá en sus manos la posibilidad de incidir directamente en la integración del Poder Judicial. Sí, el diseño es imperfecto. Sí, el proceso ha estado lleno de errores, excesos y trampas. Pero aún dentro de este contexto, podemos ejercer un voto responsable, informado y estratégico.

¿Qué implica eso?

Primero, informarse. Aunque parezcan muchas personas candidatas, al revisar las listas por entidad y por tipo de cargo, la tarea se vuelve manejable. Consulten las trayectorias, los antecedentes, los perfiles. Pregúntense quiénes están mejor preparados, quiénes han demostrado independencia, quiénes tienen experiencia real en la impartición de justicia.

Segundo, usar los datos disponibles para tomar decisiones útiles. Para las más de 300 candidaturas a magistraturas de circuito y juzgados de distrito, se incluye una clave (EF) que identifica a quienes actualmente están en funciones. Si no tienen información suficiente sobre otras personas candidatas, esa es una opción sensata: votar por quienes ya están desempeñando el cargo. Puede no ser la solución perfecta, pero al menos garantiza cierta continuidad institucional y evita que las plazas sean ocupadas por personas sin experiencia judicial.

Tercero, estar alertas a las trampas. En el caso del Tribunal de Disciplina Judicial —que se creará con esta elección— algunas personas aparecen marcadas como “en funciones”. Eso es falso. Nadie puede estar en funciones de un órgano que aún no existe. Votar por esas personas no significa asegurar continuidad, sino validar una mentira institucional.

La justicia no se improvisa. No se hace viral. No se mide en seguidores. Se construye con formación, con integridad y con independencia. Quienes aspiren a impartirla merecen respeto, pero también deben asumir que su función no es agradar, sino aplicar la ley. Y nosotros, como ciudadanía, tenemos la obligación de cuidar que esa función no se pervierta por el ruido de una campaña mal diseñada.

Votemos el 1 de junio. Pero hagámoslo con conciencia, con seriedad, con responsabilidad. Que las boletas judiciales no se conviertan en un espacio más de manipulación política o de frivolidad electoral. Que sea, en la medida de lo posible, una herramienta de defensa institucional. Que nuestro voto sirva no para premiar el espectáculo, sino para preservar la justicia o lo que quede de ella.