Los consensos políticos y económicos que facilitaron la convivencia internacional en la Guerra Fría y en el período que la sucedió, están debilitados. El orden liberal cede a un arreglo no pactado, cuyos trazos germinales dejan ver que ganan terreno el unilateralismo, el proteccionismo económico y los hegemonismos. Esta situación arriesga la paz porque auspicia nacionalismos y xenofobias; también aporta a una edición actualizada y más letal de la carrera armamentista. Frente a ello, en naciones de la periferia hay preocupación, porque han perdido fuerza las instituciones multilaterales que les procuraban cierto alivio mediante la cooperación para el desarrollo y la salvaguarda de su soberanía a través del Derecho Internacional.

Por prudencia o fundado temor, ningún país impulsa acciones decididas para recuperar algunas de las certezas que están en vilo. En este contexto y porque cuenta con el capital político, diplomático y moral necesario, la Santa Sede puede contribuir a mejorar la convivencia entre las naciones. En efecto, los funerales de Francisco confirmaron la capacidad de convocatoria y centralidad global del papado, así como su habilidad para conducirse como actor diplomático de primer nivel. A manera de ejemplo, ahí está la imagen de los presidentes Volodimir Zelensky y Donald Trump, sentados en el Vaticano, uno frente al otro y sin más protocolo, en lo que pareció ser un encuentro útil al objetivo de poner fin a las hostilidades en Ucrania. Así las cosas y como “experta en humanidad” y en jusnaturalismo, serían de gran valor las luces de la sede petrina para recomponer el Derecho Internacional. La meta sería revertir los vicios que genera su desarrollo progresivo en diversos capítulos, como el humanitario y redireccionarlo hacia la persona humana y la procuración del bien común. Dicho de otra forma, la Santa Sede podría orientar una reflexión que aporte a la credibilidad de las normas jurídicas y a su facultad para ofrecer a las naciones justicia equitativa, distributiva y conmutativa. Para ello cuenta con el referente de uno de los suyos, Francisco de Vitoria, quien decía que “la ley que no es útil a la república, o que con el tiempo ha perdido toda su utilidad, no es ley”.
A la par de este esfuerzo, en el “palacio de cristal”, como Benedicto XVI llamaba a la ONU, cabría esperar otro dirigido a darle brío al sistema multilateral, mediante un diálogo abierto, incluyente y tolerante. Una iniciativa de este tipo fomentaría acuerdos cupulares destinados a recomponer el equilibrio de poder que, desde la óptica del realismo político, permite la gobernanza global. El prestigio del Vaticano y los conceptos delineados por los Concilios Vaticanos I y II en temas de desarrollo, justicia y paz, son su mejor respaldo para tan sensible tarea. Este razonamiento no gira, en modo alguno, alrededor de tesis eclesiásticas o religiosas. Todo lo contrario, se trata de que la sede petrina, como sujeto sui generis de Derecho internacional, use sus herramientas para abogar, activamente, por un orden mundial que ponga fin a la incertidumbre y contribuya al diseño de un acomodo fincado en reglas justas y de observancia universal.

El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.