Azorín (España, 8 de junio de 1873-2 de marzo de 1967), nacido José Augusto Trinidad Ruiz, una de las mejores plumas de la llamada generación del 98 español, se formó como abogado, ejerció como político, transitó del anarquismo al conservadurismo, pero siempre fue fiel a la prosa, hasta ocupar una silla de la Real Academia Española de la Lengua. Transcribo las primeras líneas de su cuento “sentado en el estribo”.
Juan Valflor se había despedido ya dos veces del toreo. Volvía ahora por tercera vez al redondel. No había podido resistir la tentación. Durante el invierno no se había acordado de los toros. De tarde en tarde los amigos charlaban de toros y Juan permanecía indiferente. (Los periódicos comenzaron a publicar informaciones de toros. Se celebraban las primeras corridas.) Todo esplendía, rejuvenecido, en el aire. La luz era intensa y los árboles se vestían nuevo follaje. Juan Valflor se sentía fuerte y ágil. No había perdido ni la menos de sus facultades. El impulso de la primavera le arrastraba. Evocaba sin quererlo sus pasadas hazañas. La plaza, henchida de un público fervoroso, llena de luz y de colores, se le presentaba a cada momento. Y Juan se ponía triste. No podía coger un periódico en que se hablara de toros, ni podía soportar una conversación sobre el arte. Su tristeza aumentaba. En la familia observaban todos su cambio con vivísima contrariedad. Juan no podía continuar de este modo. Casi era preferible que volviese al toreo a que continuase con esta murria dolorosa. Al fin, una voz femenina le dijo:
–Torea, y pase lo que pase.
Juan repuso vivamente, como saltando de alegría.
–Toreo y no pasa nada.
Juan Valflor está en el cuarto del hotel, vistiéndose para torear la primera corrida de la temporada. Con él se encontraba su íntimo amigo, Pepe Inesta. Desde la muchachez, Pepe ha ayudado en todas sus luchas a Juan. Le ayudó pecuniariamente cuando principiaba de novillero. Le ha aleccionado con sus consejos. No se aparta de él ni un minuto. Le acompaña a todas las corridas.
–Pepe –dice Juan–, tú no me has visto todavía torear. No me has visto torear nunca. No te rías. Esta tarde me vas a ver torear por primera vez. A gusto mío no he toreado yo nunca. Y no he toreado porque no he tenido toros. No podía yo retirarme sin torear bien, aunque no fuera más que un toro. Me habéis hablado del cuarto de esta tarde. Decís que es un toro noble, claro y poderoso. Si los hechos responden a la lámina, esta tarde tú y toda la plaza me veréis torear. Juan Valflor toreará por primera vez esta tarde. ¿Te sigues riendo?
–¿No me he de reír, Juan? Tú has toreado siempre superiormente. ¿El toro de esta tarde? ¿El toro cuarto? Un gran toro. Careto es un toro soberbio.
Juan Valflor hizo un movimiento brusco al ponerse las medias, y un espejito de mano que había sobre la mesa cayó al suelo y se hizo pedazos. Juan y Pepe quedaron absortos. Durante unos instantes reinó en la estancia un silencio profundo.
Pepe continuó luego hablando. No daba importancia al accidente. Juan había olvidado ya la aciaga rotura. La conversación proseguía cordial y animada. Un perro se puso a aullar en la casa de enfrente. Su aullido era largo, triste, plañidero. En los primeros instantes, ni Juan ni Pepe advirtieron tan fúnebres aullidos. La persistencia en el ladrar hizo que los dos amigos pararan su atención en el hecho. En el silencio resonaban malagoreros los ladridos del can. Pepe salió un momento del cuarto y volvió al cabo de un rato.
–¿No podías hacer que callara ese perro? –dijo Juan.