El 17 de julio de 2025 entraron en vigor (así, de golpe, sin haber sido producto de discusión pública o de deliberación democrática) once reformas legales que transforman radicalmente un complejo entramado jurídico en nuestro país. En la edición vespertina del Diario Oficial de la Federación (DOF) del 16 de julio se publicaron once decretos que se traducen en más de 27 leyes fueron modificadas y cinco nuevas expedidas leyes expedidas. Lo anterior como sabemos fue la culminación de un estrepitoso e irreflexivo periodo extraordinario que en tan solo nueve días nos da cuenta de la lógica autoritaria que ha marcado a la actual legislatura: legislar al vapor, en lo oscuro y sin medir consecuencias.
Con estas reformas, la autodenominada Cuarta Transformación (4T) no solo ha logrado imponer su voluntad legislativa gracias a la mayoría parlamentaria, sino que ha consolidado una forma de gobernar donde el poder legislativo deja de ser independiente y autónomo y donde el Congreso de la Unión deja de ser un espacio de deliberación para convertirse en una maquinaria sumisa que aprueba paquetes enteros de leyes sin escuchar a especialistas, sin consultar a las víctimas, sin permitir un diálogo plural y, lo más grave, sin evaluar los impactos sobre las libertades y derechos de millones de personas.
Lo publicación en la edición vespertina del DOF del 16 de julio de este conjunto de reformas con entrada en vigor inmediata, es tan solo el episodio más reciente y tal vez más escandaloso de una inercia legislativa profundamente irreflexiva, peligrosa y antidemocrática que se ha vuelto norma desde 2021. Vivimos en una especie de “fast track” permanente.
La regla no escrita de esta legislatura ha sido la prisa y el no mover ni una coma. Se legisla sin diagnóstico, sin estudio de impacto normativo, sin respeto al proceso parlamentario. Se trata de una verdadera demolición institucional llevada a cabo con la velocidad de una aplanadora. Y en este caso, el saldo es devastador.
La lista de cambios habla por sí sola: se crea una Plataforma Única de Identidad con la obligación de registrar datos biométricos de toda la población, incluidos niñas, niños y adolescentes; la CURP biométrica será obligatoria para realizar cualquier trámite, público o privado; se otorgan facultades amplísimas a la Guardia Nacional (que se encuentra ahora si bajo control de la SEDENA) para investigar, detener y vigilar, incluso con acceso a telecomunicaciones y bases de datos personales; se impone un nuevo régimen de inteligencia con acceso a registros públicos y privados sin control judicial efectivo; se criminaliza la operación de organizaciones civiles y se endurecen las leyes antilavado y penales; se centraliza la regulación de telecomunicaciones y radiodifusión, eliminando órganos reguladores estatales; se suprime la ley de mejora regulatoria para crear una nueva “Agencia Nacional de Transformación Digital” (ANTD) sin mecanismos de rendición de cuentas, entre muchas otras cosas.
Lo que se presenta como “modernización” no es sino un rediseño autoritario del Estado mexicano. Bajo el discurso de eficiencia y combate al crimen, se está configurando un modelo de vigilancia masiva y preventiva, sin controles ni contrapesos, en el que toda persona se convierte en objeto de rastreo permanente. Se legisla con un desprecio absoluto por la privacidad, la autonomía y la presunción de inocencia.
Los aspectos más preocupantes de este nuevo andamiaje normativo se encuentran en el modelo de identidad digital y en el sistema de inteligencia y seguridad. La creación de una CURP biométrica obligatoria para acceder a cualquier trámite; y la creación de una base de datos nacional con acceso para el Ejército, la Guardia Nacional y autoridades administrativas, instala un régimen de control poblacional sin precedentes en la historia democrática de México.
Esta CURP, ligada a huellas dactilares, iris, rostro y registros de salud, educación, finanzas y transporte, convertirá cada interacción con el Estado o con el mercado en una oportunidad de vigilancia. A partir de febrero de 2026, ningún niño podrá inscribirse en la escuela, ninguna persona podrá recibir atención médica, abrir una cuenta bancaria o solicitar un empleo sin estar plenamente identificado y registrado en tiempo real. Y todo esto sin que exista una ley robusta de protección de datos personales (toda vez que se desaparición al INAI) ni un órgano autónomo que actúe como contrapeso.
Estamos ante un cambio de paradigma donde ya no podemos asumirnos como personas libres; sino permanentemente vigiladas y controladas.
Otra dimensión crítica es la consolidación de la militarización del país. La nueva Ley de la Guardia Nacional, junto con las reformas al Sistema Nacional de Seguridad Pública, institucionalizan el mando castrense sobre tareas civiles, judiciales y migratorias. Se otorgan facultades de investigación y vigilancia a cuerpos armados sin experiencia civil ni controles democráticos. Lo que es más grave aún, la Guardia Nacional podrá ahora realizar detenciones, interceptar comunicaciones, intervenir en procesos judiciales y operar junto con las fiscalías estatales de manera obligatoria. El principio de separación entre funciones militares y civiles se disuelve por completo. Se consuma así la absorción de la seguridad pública por parte del aparato militar (eso que tanto soñó el ex presidente López Obrador el sexenio pasado), lo cual no solo contraviene estándares internacionales en materia de derechos humanos, sino que debilita la capacidad del Estado civil para construir instituciones policiacas profesionales, donde existe verdaderamente rendición de cuentas y se logre la cercanía con las comunidades.
Lo más grave es que, el Congreso (eso dicen nuestros representantes populares) ha sido cómplice y ejecutor de esta demolición democrática. En lugar de asumir su rol como poder deliberante, fiscalizador y representativo, ha actuado como un autómata político al servicio del Ejecutivo. Las leyes se discuten en lo oscurito (si es que de verdad se discuten), se dictaminan en horas y se votan por consigna. La pluralidad parlamentaria ha sido reducida a una escenografía, y la sociedad civil, ignorada sistemáticamente.
La presente legislatura pasará a la historia no solo por las reformas (constitucionales y legales) que aprobó, sino por la forma en que lo hizo: sin debate, sin reflexión, sin diálogo. En suma, sin oficio parlamentario. Su legado no es la transformación de México, sino la destrucción del diálogo democrático como vía legítima para construir el país. Un poder que legisla para sí mismo, sin escuchar, sin pausa para dialogar y construir acuerdos, es un poder que ha olvidado su mandato democrático.
Y, lamentablemente frente a esta avalancha legislativa, la ciudadanía ha sido tratada como destinataria pasiva, como mero objeto de regulación, olvidando absolutamente que se trata de sujetos de derechos.
El mayor peligro no es solo el contenido de las reformas, sino la velocidad con que estamos normalizando lo inadmisible. La aprobación de paquetes legislativos de esta magnitud, sin deliberación pública ni evaluación de impacto, debería ser motivo de alarma nacional. Pero nos estamos acostumbrando. En el legislativo ya no se discute ni se delibera. La SCJN ya no resiste. Los órganos autónomos ya no existen. Los medios ya no tienen acceso y son censurados. La ciudadanía ya no tiene voz. ¿Qué queda entonces de la democracia constitucional?
¿Es la 4T una verdadera transformación o se trata más bien de un régimen autoritario e impositivo? Lo pregunto porque me parece evidente que para transformar un país hay que construirlo con la gente y no en su contra. Se deben respetar los procesos constitucionales, los derechos humanos, las voces plurales, el conocimiento técnico, la evidencia empírica, a los colectivos de víctimas y un amplio etcétera. Y nada de eso ha estado presente desde el inicio de la presente Legislatura.
Es hora de encender las alarmas y de dar la batalla para frenar esta deriva autoritaria. Debemos aferrarnos a la posibilidad de vivir en democracia, a la posibilidad de vivir en un país donde las leyes sirvan para proteger y garantizar derechos y libertades y no para perseguirnos, vigilarnos y someternos. De lo contrario, si seguimos permitiendo que las leyes se convierten en instrumentos del control absoluto, que la vigilancia del gran hermano sustituya a la justicia, y que el Congreso deje de representar al pueblo (en su composición más heterogénea) para obedecer de manera abyecta e irrestricta al Ejecutivo, lo que perderemos será no el Estado de Derecho o una mera reforma legal, sino nuestros derechos y la posibilidad de un futuro en libertad.