En el inédito proceso judicial electoral extraordinario de junio de 2025, la democracia fue invocada para justificar la destrucción de la arquitectura institucional en nuestro país. Se prometió abrir la justicia al pueblo, acercar a las personas juzgadoras a las personas y las causas; sin embargo, el resultado de la elección es un poder judicial colonizado por la simulación, legitimado por el desdén a la legalidad, y cobijado por autoridades electorales que renunciaron (por omisión o por cálculo) a cumplir y hacer cumplir la Constitución.
El resultado no solo es la deformación del nuevo Poder Judicial de la Federación, sino una nueva grieta en los ya de por si erosionados cimientos democráticos de nuestro país.
Más de 7,000 personas compitieron en la jornada electoral extraordinaria del 1º de junio, por alguno de los cargos judiciales en disputa. De ellas, al menos 177 resultaron electas pese a incurrir en faltas graves: ocultamiento de gastos, recepción de aportaciones ilegales, promoción a través de “acordeones” (listas de votación masiva distribuidas por distintos medios), e incluso falsificación de méritos académicos.
En cualquier sistema serio de carrera judicial, cualquiera de estas conductas bastaría para descalificar a la persona. En México, no solo no inhabilitaron a las y los aspirantes, sino que fueron premiados con el más alto encargo de impartir justicia.
La contradicción no puede ser más elocuente: se sanciona a las personas juzgadoras por haber violado la ley… y, acto seguido, se les permite ocupar un cargo donde serán las responsables de hacerla valer. Se viola la norma, se paga una multa (a plazos, como si se tratara de un electrodoméstico), y se inaugura una carrera judicial con toga arrebatada a quienes, con méritos académicos, constancia y perseverancia habían llegado a ocupar esos cargos.
El problema no es menor ni anecdótico. Afecta directamente el principio de legalidad, pilar del Estado de derecho. Las autoridades electorales —principalmente el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF)— no solo han fallado en contener estas prácticas, sino que han contribuido a institucionalizarlas.
El INE detectó, con base en los reportes de fiscalización, que al menos 45 personas no cumplían con los requisitos constitucionales de promedio mínimo (ocho general y nueve en materias directamente vinculadas con la especialidad). Revocó sus triunfos. Pero al llegar el caso al TEPJF, la mayoría de magistrados resolvió que debía prevalecer la “presunción de elegibilidad”, una interpretación perversa del principio pro persona que ignora la verificación objetiva de los requisitos constitucionales. Es decir, aunque un aspirante no acredite los méritos exigidos por la Carta Magna, debe asumir que los tiene… salvo prueba en contrario.
El problema es aún más grave, si atendemos a que es una problemática no solo de diseño, sino de convicción democrática; esto es, los Comités de Evaluación del Legislativo y del Ejecutivo validaron perfiles sin hacer un escrutinio riguroso, y el Tribunal cerró la puerta para que el INE pudiera corregir esas omisiones. El resultado es grotesco: decenas de personas que no cumplen con los (ya de por sí ridículos) requisitos que establece la Constitución serán nuestras personas juzgadoras a partir del 1º de septiembre.
¿Con qué cara podrá exigir el nuevo Poder Judicial el cumplimiento de la ley, si su base de legitimidad está cimentada en la simulación?
La ética judicial exige un compromiso profundo con la verdad, la integridad y el mérito. ¿Qué confianza puede inspirar una persona juzgadora que mintió en su currículum? ¿Qué respeto puede generar una magistrada que pagó su multa con cargo a su futuro sueldo como juzgadora? ¿Qué credibilidad tendrá un ministro que inició su carrera judicial desde la trampa?
Esta situación erosiona profundamente la confianza pública. La impartición de justicia es un acto de autoridad que solo puede ejercerse con legitimidad. Si esa autoridad nace de la ilegalidad, la justicia pierde sentido. Y con ella, se debilita el pacto democrático.
La paradoja es brutal: las personas que deben ser garantes de la legalidad arrancan su encargo desde la ilegalidad. Se ha instalado una lógica perversa en la que todo vale, todo se negocia, todo se relativiza… incluso los requisitos constitucionales.
La Sala Superior del TEPJF ha sido, en este proceso, más un actor político que un árbitro jurídico. En el expediente JE-171/2025, validó la competencia del INE para verificar requisitos de elegibilidad constitucional. Pero semanas después, le negó esa misma facultad en el caso de los promedios académicos. Este doble rasero rompe con la consistencia interpretativa y abre la puerta a una aplicación selectiva de la Constitución.
Peor aún: en un acto de desvergüenza jurídica, la mayoría determinó que todos los aspirantes registrados debían ir directo a la tómbola organizada por el Senado, sin que se revisaran sus méritos o requisitos. El Senado no tiene facultades para ello. Y sin embargo, el Tribunal convalidó ese procedimiento. ¿El resultado? Una tómbola que decide el destino de la justicia en México.
En lugar de proteger la integridad del proceso, la mayoría del Tribunal se convirtió en cómplice de la improvisación. Lo ha hecho también en otras sentencias, como en el caso de la ciudadana Karla Estrella, censurada por opinar sobre una diputada, o al validar listas de propaganda disfrazadas de participación ciudadana.
La interpretación constitucional dejó de ser un ejercicio jurídico. Hoy es una herramienta al servicio de la conveniencia política del momento.
Lo más alarmante es que este proceso está sentando un precedente a largo plazo. Se normaliza que quien viola la Constitución pueda ser parte del máximo órgano que debe defenderla. Se acepta que las reglas son orientativas, no obligatorias. Se institucionaliza el fraude como estrategia de ascenso.
Esto tiene un costo devastador. No solo para el Poder Judicial, sino para el país entero. La justicia se convierte en un terreno minado por la ilegitimidad. La ciudadanía deja de confiar en sus instituciones. Los contrapesos se diluyen. Y lo que debería ser un modelo de excelencia técnica, se vuelve un desfile de complacencias.
México no puede permitirse una justicia simulada. No podemos construir nuestro futuro democrático sobre las ruinas de la legalidad. Si la norma se flexibiliza para quien debe aplicarla, si se tolera la trampa en quienes deben castigarla, si se relativiza el mérito en quienes deben evaluarlo, no quedará nada: ni justicia, ni democracia.
Todo esto revela el fracaso estructural de la reforma judicial impulsada por el actual régimen. Lejos de democratizar la justicia, la ha sometido a las lógicas más perversas del poder. Ha sustituido la técnica por la tómbola, el mérito por la militancia, la legalidad por la simulación.
Mientras no se corrija el diseño institucional, mientras no se exija el cumplimiento estricto de los requisitos constitucionales, mientras no se devuelva a las autoridades electorales y jurisdiccionales su papel de guardianes de la legalidad, el sistema estará condenado.
Lo más grave es que todo esto ocurre en un contexto más amplio de erosión institucional. Las reformas que vacían de contenido a los órganos autónomos, que concentran poder en el Ejecutivo, que suprimen contrapesos y apagan voces críticas, configuran una regresión democrática de proporciones históricas. La elección judicial no es un episodio aislado: es una manifestación de esa deriva autoritaria.
La legitimidad democrática no puede construirse sobre la ilegalidad. El respeto a la ley no puede exigirse desde la trampa. Y la justicia no puede impartirse con togas arrebatadas.
Las autoridades electorales, al renunciar a su papel como garantes de la legalidad, han contribuido a debilitar no solo al Poder Judicial, sino a toda la arquitectura democrática del país.
La historia juzgará con severidad este momento. Pero antes de que lo haga, es nuestro deber denunciarlo. Nombrarlo. Y oponernos con todas las herramientas del derecho, la crítica y la ciudadanía activa. Porque si aceptamos esta justicia adulterada, si callamos ante este desmantelamiento institucional, si normalizamos la trampa como vía de acceso al poder, entonces ya no tendremos democracia que defender.