Lo ocurrido en Ayutla no es un hecho aislado, sino el síntoma de una enfermedad estructural que ha minado la gobernabilidad en Guerrero. Las autodefensas surgen como reacción a la ausencia del Estado, pero también quedan expuestas ante enemigos mucho mejor armados, organizados y, en muchos casos, tolerados o ignorados por las autoridades.

El ataque armado perpetrado el pasado 16 de agosto contra integrantes de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG) en el municipio de Ayutla de los Libres dejó un saldo de 13 muertos y 11 heridos, en un hecho que no sólo evidencia la extrema vulnerabilidad de las policías comunitarias, sino también el desbordamiento de la violencia criminal en la región.

La emboscada ocurrió en las inmediaciones de la comunidad de Apantla, en la Costa Chica de Guerrero, y fue atribuida extraoficialmente a un grupo delictivo aún no identificado. Sobrevivientes del ataque señalaron la desproporción de fuerza: mientras los comunitarios portaban escopetas y rifles calibre .22, los agresores utilizaron armamento de alto poder, como fusiles AR-15 y AK-47. Las ráfagas fueron tan intensas que dejaron los cuerpos de las víctimas mutilados.

Este acto de violencia no fue un hecho aislado. Se trata del tercer ataque armado en un año contra la UPOEG en el corredor Centro-Costa Chica, una franja geográfica que se ha convertido en un campo de batalla entre grupos del crimen organizado, principalmente Los Ardillos y Los Rusos.

El nivel de brutalidad del ataque y la respuesta limitada de las autoridades han desatado cuestionamientos. Testimonios recogidos en la zona indican que existían alertas previas, incluso una advertencia a un destacamento militar en la región sobre la presencia de criminales en la comunidad de El Tepetate. Sin embargo, según los comunitarios, los elementos castrenses respondieron de forma evasiva y no actuaron oportunamente.

Incluso tras el ataque, cuando miembros de la UPOEG lograron dar aviso a su base central, esta tardó 15 minutos en llegar al sitio. Para entonces, el escenario era devastador: cadáveres esparcidos, heridos graves y un rastro de destrucción. Las labores se concentraron en el rescate y traslado de los heridos, sin presencia inmediata de cuerpos de seguridad estatales o federales.

Posteriormente, se desplegó un operativo conjunto de fuerzas estatales, ministeriales y militares, encontrando una camioneta abandonada con impactos de bala, pero sin avances significativos en detenciones ni identificación de los responsables. Una base de operaciones mixtas fue instalada en la zona como medida de contención, mientras que la Fiscalía General del Estado intentó ingresar a las comunidades de El Cortijo y El Rincón —de donde eran originarias varias víctimas— pero fue bloqueada por policías ciudadanos, lo que refleja la creciente desconfianza hacia las instituciones.

En medio del clamor por justicia, la UPOEG solicitó la intervención del gobierno federal. El 18 de agosto, el subsecretario de Desarrollo Político y Social del estado, Francisco Rodríguez Cisneros, confirmó que la investigación quedará en manos de la federación.

Escalada de violencia en Guerrero: un patrón sostenido

Este nuevo ataque se suma a una escalada de hechos violentos dirigidos contra la UPOEG y otras estructuras comunitarias de autodefensa. El 22 de julio de 2024, siete de sus miembros fueron asesinados en otra emboscada en San Juan del Reparo, municipio de Juan R. Escudero. Meses antes, en octubre de 2023, Bruno Plácido Valerio, líder fundador de la organización, fue asesinado junto a su escolta en Chilpancingo, tras recibir amenazas de Los Ardillos y haber protagonizado conflictos con Los Rusos.

En este contexto, el conflicto criminal en Guerrero se ha intensificado, cruzando las líneas de lo social, lo político y lo militar. Actualmente, el estado enfrenta un grave panorama de inseguridad, con múltiples grupos criminales disputándose territorios clave para el trasiego de drogas, la extorsión, el secuestro y el control social mediante el terror.

Entre los grupos más activos se encuentran: Los Ardillos, con fuerte poder político local y control sobre la producción y tráfico de marihuana, cocaína, sintéticos y amapola.

Los Rusos, adversarios directos en la región Centro y Montaña. Cártel de Sinaloa y CJNG, que han expandido su presencia en Guerrero, intensificando la lucha por zonas estratégicas. La Familia Michoacana, activa en Tierra Caliente y vinculada con amenazas a autoridades.

Otros grupos como Guerreros Unidos, Los Rojos, Cártel del Sur, Los Tequileros, Los Tlacos y células de Beltrán Leyva, todos presentes en distintas regiones del estado.

Este entramado criminal ha creado un estado paralelo donde la violencia es moneda de cambio, y donde la población civil y los cuerpos comunitarios como la UPOEG están atrapados entre el abandono institucional y la ofensiva criminal.

El reto para el gobierno de Claudia Sheinbaum y la administración federal no es solo hacer justicia por la masacre del 16 de agosto, sino restablecer el Estado de derecho en regiones tomadas por el crimen, responder con eficacia a las alertas comunitarias, y romper los vínculos entre la política local y las organizaciones delictivas. De lo contrario, la violencia seguirá cobrando vidas inocentes, alimentando un ciclo que se ha vuelto cotidiano en Guerrero.