Esta semana, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) celebró los últimos informes de labores, tanto el de la Ministra Presidenta Norma Piña, como los de  la Ministra Ortiz Ahlf y el Ministro Laynez Potizek, quienes encabezaron en esta etapa final a las hoy extintas salas del máximo tribunal. No fueron simples actos protocolarios: significaron el adiós a una Corte independiente, al último dique frente a los abusos del poder político y, con ello, a uno de los pilares de nuestra democracia. Con luces y sombras, la SCJN representó un contrapeso indispensable en el frágil equilibrio de nuestro sistema constitucional. Lo sabemos bien: sin independencia judicial, no hay justicia para nadie.

No obstante, no nos conviene romantizar los treinta años de nuestra Corte como si todo hubiera sido perfecto. Lo cierto es que la Corte no siempre fue autónoma ni progresista; hubo presidencias que privilegiaron acuerdos políticos sobre razones jurídicas, y resoluciones que decepcionaron a quienes esperábamos mayor firmeza en la defensa de los derechos. Incluso en la última integración coexistieron grandeza y debilidad: mientras unos perfiles se distinguieron por su vocación de juristas, otros mostraron inclinaciones cercanas a la militancia partidista. Esa dualidad obliga a evaluar el balance de este ciclo con objetividad: no fue una Corte perfecta, pero sí un tribunal indispensable en la frágil arquitectura democrática.

Lo cierto es que fuimos testigos de un momento histórico: se clausuró un capítulo de nuestra democracia al enterrar al último guardián de la Constitución tal como lo conocíamos.

El modelo que se inaugura a partir del 1 de septiembre es radicalmente distinto: ministros y ministras electos por voto popular, una carrera judicial desmantelada para dar paso a cuotas y lealtades políticas, y un sistema judicial que arranca con una herida de origen. En este contexto, ha surgido una narrativa politiquera, que pinta la transición como una oportunidad inédita: la de superar el supuesto aislamiento y autocomplacencia de la Corte, para convertirla en un tribunal más cercano al pueblo. Según esta visión, la independencia habría degenerado en militancia partidista y la defensa de la democracia en oposición al Ejecutivo. Conviene desmontar esa retórica. Un tribunal constitucional que invalida leyes o actos de gobierno no es un opositor político: es un poder del Estado cumpliendo su deber de proteger la Constitución. La independencia no es confrontación, sino capacidad de decidir sin obedecer al poder. Y tampoco es cierto que el respaldo popular vuelva constitucionales las decisiones: las mayorías pueden decidir mucho, pero la Constitución fija límites inquebrantables. La función de la Corte es justamente contrapesar al poder, aunque este cuente con amplio apoyo. De lo contrario, la Constitución se reescribiría en cada coyuntura política. Finalmente, la auténtica cercanía con la gente no se mide en aplausos oficiales ni en complacencia con el gobierno, sino en garantizar acceso a la justicia a quienes menos tienen, a quienes su voz ha sido tradicional y sistemáticamente acallada, en defender a las personas más vulnerables aunque ello incomode a las mayorías, en garantizarle todos los derechos a todas las personas, en defender a las personas frente a lo arbitrario. En suma, lo cierto es que la independencia y autonomía judicial, que en algún momento fueron referentes regionales, han sido sustituidas por un modelo de elección popular que, lejos de blindar al Poder Judicial, lo coloca en el centro de la contienda política. Lo que viene es una curva de aprendizaje costosa: para quienes impartan justicia, pero sobre todo para quienes la busquen.

Todo cierre implica un nuevo comienzo. La nueva integración de la SCJN deberá estar a la altura de la responsabilidad histórica que asume. Aunque las condiciones no sean las ideales, corresponde a la ciudadanía, la academia, la abogacía y a los propios integrantes del tribunal empujar hacia un ejercicio digno de la función jurisdiccional. La esperanza, aunque frágil, no se extingue.

Este ejercicio de cierre y reinicio es también personal. Al iniciar un nuevo ciclo escolar, como cada año, experimento la misma ilusión, ahora acompañada de una mayor responsabilidad: formar a jóvenes abogadas y abogados que no pierdan la pasión por el derecho incluso en contextos adversos. Nuestra tarea como profesoras y profesores es vital: enseñar que el rigor en los argumentos, la creatividad jurídica y la preparación no son negociables, aun cuando la justicia institucional parezca premiar la obediencia.

En momentos de incertidumbre, cuando un sistema subordinado al poder político amenaza con desanimar a las nuevas generaciones, urge cultivar la confianza en que el derecho puede y debe ser herramienta de cambio social. Formar profesionales del derecho con sentido social y cercanos a las causas de quienes menos tienen es la mayor contribución que podemos hacer de cara al futuro.

A las y los abogados nos tocará desenvolvernos en un país donde probablemente la calidad de los argumentos jurídicos será menos valorada que la lealtad política. Ese es el reto que enfrentan hoy miles de jóvenes al comenzar su vida profesional. Sin embargo, contamos con herramientas históricas que permiten evaluar y exigir: el legado doctrinal y jurisprudencial del Centro de Estudios Constitucionales, la Escuela Judicial y el Semanario Judicial de la Federación ofrecen parámetros para medir el desempeño de la nueva integración frente a lo que la SCJN llegó a representar.

Aun en este panorama sombrío, hay avances que deben reconocerse y preservarse. Tal es el caso de la labor de la magistrada Taissia Cruz Parcero y su equipo en la Defensoría Pública Federal. La defensa pública constituye uno de los pilares del acceso a la justicia, especialmente para quienes menos tienen. Su fortalecimiento es una contribución duradera: un contrapeso real a las desigualdades estructurales y un instrumento indispensable para que el derecho a la justicia no se quede en letra muerta. En un entorno en el que la justicia institucional podría verse permeada por intereses políticos, una defensoría robusta puede convertirse en refugio de quienes carecen de recursos para litigar.

El cierre de ciclo de la SCJN y del poder judicial como lo conocimos, nos obliga a mirarnos como comunidad jurídica. La abogacía en México enfrenta un reto histórico: ejercer en un entorno hostil y, al mismo tiempo, mantener viva la convicción de que el derecho es un instrumento de libertad. Como profesión, no podemos renunciar a nuestra responsabilidad social.

En lo inmediato, debemos seguir litigando con rigor, enseñando con compromiso y denunciando con valentía. En lo estructural, corresponde insistir en reconstruir un sistema judicial profesional, autónomo y blindado frente a la arbitrariedad. La herida es profunda, pero también lo es la capacidad de las sociedades para resistir y reinventarse.

La despedida de la SCJN como último guardián de la Constitución marca el fin de una era. La nueva Corte tendrá que demostrar si es capaz de reinventar su papel en un sistema distinto, y nos toca a todas y todos vigilarla de cerca.

El relevo generacional en las facultades de derecho es nuestra mayor apuesta: sembrar en las y los estudiantes la convicción de que, aun en tiempos difíciles, el derecho vale la pena. Si algo enseña este cierre de ciclo es que la independencia judicial puede perderse en un instante, pero la esperanza se construye cada día: en cada aula, en cada tribunal, en cada persona que cree que el derecho sigue siendo un camino hacia la justicia.