El orden mundial es cada vez más endeble y, en esa proporción, la seguridad de los estados se adelgaza. El anhelo histórico de hacer de las relaciones internacionales un espacio de emancipación solidaria se desvanece ante la polarización que sucede al desencanto neoliberal. Las conductas unilaterales y la descalificación a priori de la habilidad de los propios estados para que prevalezca la cooperación, se posicionan hoy como columnas de un ordenamiento alternativo, donde el poder aspira a gestionar la anarquía y a controlar todo a su conveniencia. Esta dinámica perversa restringe espacio a los liderazgos responsables. En su lugar, fomenta situaciones límite, donde los intereses de muchos se someten a los de unos cuantos, que pasan por alto aspectos normativos y recurren al uso o amenaza del uso de la fuerza, sin reparar en la virtud cívica y ética que debe acompañar la convivencia edificante entre los pueblos. En tal contexto, los países del Sur Global se ven orillados, frecuentemente contra natura,  a desplegar políticas exteriores de corte defensivo, útiles para sobrellevar la coyuntura y afrontar nuevas modalidades de cohabitación, ancladas en el aislacionismo discreto y en la soberanía cerrada. Ciertamente, la apuesta internacionalista ya no es la primera opción. La buena gobernanza mundial, en los términos planteados en la Carta de la ONU, es cada vez más utópica porque no puede controlar al poder. La flaqueza del multilateralismo se traduce así en el inmovilismo de un creciente número de estados periféricos que, para atender intereses nacionales, descartan criterios estratégicos y optan por acciones de doble estándar y rentabilidad inmediata, en detrimento de su congruencia diplomática.

En este complejo teatro, los liderazgos nacionales tienden a ser comparsa de los poderosos, porque abrazan narrativas que propician en los gobernados la idea de que no se compromete su bienestar y seguridad, a pesar de la incertidumbre que se desprende de la desarticulación de la vieja estabilidad bipolar y sus hegemonías en diferentes regiones. En favor de su mejor acomodo internacional, tales liderazgos poco dicen del caos global y optan por invocar los resultados cortoplacistas de sus administraciones para apuntalar la integridad estatal y mantenerse en el poder. Así, de manera ingenua o deliberada, cobra actualidad la “doble mentira” de Platón, según la cual el líder miente al pueblo en beneficio de ambos. Por ahora, las expectativas de un mundo mejor son raquíticas. No obstante, en abono al talento del género humano para reinventarse ante la adversidad, conviene reflexionar en los méritos del pensamiento liberal; en que el progreso siempre ha derivado de la acción social cooperativa y que toda dinámica modernizadora va de la mano del orden jurídico y la libertad. En esta verdad, que Emanuel Kant señaló en su “paz perpetua”, reside la posibilidad de que los estados soberanos apuntalen la virtud de las relaciones internacionales y restauren su vocación para articular la convivencia segura, desde una plataforma progresiva y humano-céntrica.

El autor es doctor en Ciencias Políticas e internacionalista.