El primero de septiembre de 2025 marcó el arranque de una etapa inédita en la vida institucional mexicana. Ese día tomaron protesta las nuevas personas juzgadoras electas por voto popular; se instaló formalmente el Órgano de Administración Judicial y comenzó a operar el Tribunal de Disciplina Judicial. A los discursos solemnes pronunciados los precedieron rituales simbólicos de purificación, consagración y entrega de bastones de mando. Se habló de un Poder Judicial del pueblo y para el pueblo. Sin embargo, bajo ese lenguaje cargado de simbolismo late una profunda contradicción: la justicia mexicana ha sido lanzada a un experimento improvisado, con vacíos de diseño institucional, órganos sin reglas claras y juzgadores que recibieron apenas cinco días de capacitación exprés antes de asumir su cargo. Como si impartir justicia federal pudiera improvisarse en un taller de verano.
Ese día también entraron en funciones tres órganos principales del nuevo Poder Judicial: la SCJN, el OAJ y el TDJ. Cada uno con atribuciones distintas: la Corte resuelve cuestiones de constitucionalidad y legalidad; el OAJ administra el poder judicial, incluidas las carreras y los recursos; el TDJ vigila y sanciona conductas indebidas. A diferencia del pasado, cuando Corte y Consejo de la Judicatura estaban bajo una sola presidencia, ahora cada órgano tiene la suya y se controlan entre sí. Esta fragmentación puede servir como contrapeso interno, pero también debilitar al Poder Judicial frente al Ejecutivo y Legislativo si no logran coordinarse. La idea de separar las presidencias nació como un mecanismo para dar más independencia a los jueces, pero en la práctica puede diluir la fuerza institucional. Antes, una sola presidencia permitía enfrentar con más peso a los otros poderes; hoy existen tres cabezas con mandatos rotativos de dos años que pueden generar conflictos internos o alianzas externas que debiliten al Poder Judicial en su conjunto. El reto central es actuar con unidad y coordinación.
Antes de la reforma, ingresar a la carrera judicial era un camino largo, exigente y competitivo. Una persona debía pasar años en distintos cargos de apoyo en juzgados y tribunales, y al concursar para juez de distrito enfrentaba un proceso riguroso. La primera etapa consistía en un examen de conocimientos de aproximadamente cien reactivos en todas las materias y una prueba psicométrica. Quienes superaban esa fase eran admitidos en la Escuela Federal de Formación Judicial para cursar una especialidad intensiva en administración de justicia de ocho meses, con jornadas de tiempo completo que incluían tareas, lecturas y proyectos. No se trataba solo de reforzar conocimientos jurídicos, sino de evaluar resistencia, capacidad de trabajo bajo presión y perfil ético.
Después venía un examen oral frente a un académico, un juez en funciones y un consejero de la Judicatura. Solo quienes superaban todas las fases podían ser designados jueces de distrito. Aun así, la formación no concluía: la función judicial exigía estudio permanente, actualización constante y responsabilidad cotidiana frente a la sociedad. Ese era el camino real, largo y difícil, que había que recorrer para llegar a ser juzgador federal. En contraste, hoy se pretende que quienes resultaron electos por voto popular se “especialicen” en apenas cinco días. Lo que antes demandaba años de trabajo y vocación se reduce ahora a un curso relámpago, como si dictar sentencias fuera una habilidad adquirida en un verano.
El curso exprés que recibieron las nuevas personas juzgadoras es una burla a la trayectoria de generaciones que se prepararon durante años y una amenaza directa a los derechos de la ciudadanía. Quien asuma con responsabilidad apenas empezará a comprender lo que significa ser juzgador al final de su primer periodo de nueve años. Mientras tanto, los costos recaerán sobre la sociedad: sentencias improvisadas, expedientes mal atendidos, violaciones al debido proceso y afectaciones directas a derechos humanos. México se convirtió en el único país del mundo donde basta un curso de cinco días para convertirse en juez, magistrado o incluso ministro de la Suprema Corte.
La banalización de la justicia ocurre al mismo tiempo que nacen dos órganos fundamentales: el OAJ y el TDJ. El primero debía sustituir al Consejo de la Judicatura Federal y encargarse de la gestión administrativa. Pero fue diseñado con un error básico: debía instalarse el mismo día que la nueva Suprema Corte entraba en funciones, siendo la Corte la encargada de designar a tres de sus cinco integrantes. El resultado es un desfase que mantiene en incertidumbre a cientos de jueces y magistrados electos, pues hasta el 15 de septiembre no sabrán qué tribunales ocuparán. Mientras tanto, quienes litigan y esperan resoluciones están atrapados en un limbo: audiencias diferidas, expedientes sin claridad sobre quién los atenderá, juzgados inhábiles y un sistema que arranca con inseguridad jurídica. El viejo Consejo intentó paliar el vacío con la Circular 10/2025, prorrogando nombramientos, declarando inhábiles los primeros quince días en órganos sin titulares y manteniendo labores esenciales del personal de apoyo. Pero fueron remedios temporales que no resuelven la improvisación estructural.
El TDJ, por su parte, arranca con el reto de demostrar que será imparcial y no una herramienta política de persecución selectiva. La forma de selección de sus integrantes, la amplitud de sus competencias y el contexto de la reforma hacen temer que se convierta en un espacio de control político. Si no actúa con independencia, su legitimidad quedará destruida desde el inicio.
La Suprema Corte vive también sus propios ajustes. El 4 de septiembre se publicó en el Diario Oficial un Reglamento que regula sus sesiones y la integración de asuntos, indispensable para operar tras reducirse de once a nueve ministros y desaparecer las Salas. En el documento se reconoce que entre 2011 y 2023 cada Sala resolvió decenas de miles de casos, mientras el Pleno atendió solo unos pocos miles. Con base en ello, los nuevos ministros atribuyen la baja productividad a debates procesales demasiado largos. El diagnóstico, sin embargo, es parcial: las deliberaciones se extendían por la complejidad de los casos, el mayor número de integrantes y la falta de precedentes obligatorios.
El Reglamento impulsa una visión que minimiza lo procesal. El artículo 12 pide a los ponentes enfocarse en los argumentos de fondo y dejar de lado, “cuando sea posible”, los filtros de admisibilidad. Aunque suena práctico, supone un riesgo: las reglas procesales no son adornos, sino los cimientos que determinan quién puede demandar, qué se busca con ello y cuáles son los alcances de la sentencia.
Relajar estos filtros podría abrir la puerta a demandas sin legitimación o controversias de actores sin facultades, o incluso cerrar injustamente el acceso a la justicia. En ambos casos se quiebra la igualdad de las partes. El proceso, lejos de ser un obstáculo, es lo que garantiza que la resolución no sea arbitraria.
El Reglamento incorpora también otras medidas: limitar intervenciones, organizar materias por días de la semana, realizar sesiones itinerantes y fijar reglas para asuntos de comunidades indígenas y afromexicanas. Algunas podrían agilizar el trabajo, pero otras levantan sospechas: más que eficiencia, podrían significar menos discusión y menor transparencia.
El panorama, en suma, es preocupante. Un Poder Judicial que inicia con jueces y magistrados improvisados en cursos exprés; un OAJ con vacíos de instalación; un TDJ en riesgo de politización; y una Suprema Corte que pretende resolver su lentitud invisibilizando las discusiones procesales. El discurso oficial celebra cercanía con el pueblo y eficacia institucional. La realidad muestra improvisación, vacíos técnicos y riesgos graves para los derechos.
La justicia no es un taller de verano ni una consigna política. No puede improvisarse en cinco días ni garantizarse a costa de sacrificar las formas procesales. La legitimidad del nuevo modelo dependerá de que logre proteger los derechos de las personas y mantener el equilibrio del Estado de derecho. Hoy, lo único claro es que hemos entrado en un terreno de surrealismo institucional donde la fórmula parece repetirse: cero por ciento de capacidad, cien por ciento de acordeones. El experimento apenas comienza y será la historia la que juzgue si fortaleció o demolió la justicia en México.