Los presupuestos para 2026 presentados al Congreso por el gobierno federal llegan en un momento significativo: es el segundo año de la actual administración que puede aun aprovechar el capital político heredado de la anterior de la que se asumió como “segundo piso”, pero que también se enfrenta a un entorno con evidentes señales de agotamiento económico y fiscal que cada vez son más preocupantes. Como cada año, el presupuesto revela las verdaderas prioridades del gobierno, más allá de las narrativas; en este caso, el acomodo de las cifras se inclina a reforzar la legitimidad política mediante el gasto social, que ha dado resultados, empero a costa de comprometer aún más la estabilidad financiera de mediano plazo.

Los supuestos macroeconómicos constituyen el primer punto de contraste entre la visión oficial y la percepción de los analistas. Hacienda proyecta un crecimiento de entre 1.8 y 2.8 por ciento frente un consenso que apena superaría 1.4 por ciento, una inflación que convergería al 3 por ciento ante el 3.7 por ciento promedio y un tipo de cambio que 18.9 vs 20.2 pesos por dólar de los analistas. El asunto no es meramente técnico, sino político: sobreestimar variables clave permite inflar la recaudación esperada y dar la impresión de que hay espacio para más gasto, cuando en realidad los márgenes son más estrechos de lo que se admite. Los contrastes con las previsiones del sector privado y de organismos internacionales son evidentes; la mayoría anticipa un crecimiento más moderado y riesgos inflacionarios persistentes. Esta brecha entre el escenario oficial y el consenso abre la puerta a ajustes forzados en el transcurso del ejercicio o a desequilibrar aún más los delicados balances, lo que impactaría la credibilidad de la política económica.

En el terreno de los presupuestos, el Paquete Económico 2026 mantiene la dependencia estructural de los ingresos petroleros que crecerían 20.6 por ciento real y de una recaudación tributaria que mejoraría (5.7 por ciento real), pero que resulta insuficiente. La reforma fiscal integral sigue postergándose, mientras la presión del gasto aumenta. El gobierno plantea que el ISR y el IVA crecerán por efecto de la eficacia recaudatoria, fuente que podría estar agotándose si no hay cambios normativos profundos. Destacan el aumento en impuestos ocultos como lo es el IEPS a bebidas azucaradas y tabacos y varios asociados al sistema financiero. La ausencia de un rediseño tributario más sistémico confirma que el Ejecutivo privilegia la estabilidad política de corto plazo —evitar impuestos impopulares y más directos— por encima de la sostenibilidad de las finanzas públicas.

Del lado del gasto, los programas sociales siguen siendo el eje central con un aumento de 18 por ciento. La continuidad de transferencias directas y apoyos universales refuerza la narrativa de un gobierno comprometido con la redistribución, pero también consolida un esquema de gasto rígido y clientelar, incluso si no fuera mandato constitucional, ya no hay poder que los pueda eliminar por onerosos que resulten. Respecto de la inversión pública en infraestructura se retoma su dinamismo (21.3 por ciento de aumento), pero altamente concentrada en proyectos emblemáticos, lo cual limita su capacidad de detonar un crecimiento amplio y diversificado. Por otro lado, el gasto federalizado hacia estados y municipios enfrenta restricciones (apenas 3.0 por ciento mayor), lo que aumenta la centralización de recursos en el Ejecutivo y reduce los márgenes de maniobra de los gobiernos locales. Esta lógica presupuestal fortalece el control político de la federación, pero debilita el federalismo y la capacidad de respuesta territorial.

El balance fiscal proyectado confirma una tendencia preocupante: el déficit seguirá siendo uno de los más elevados de las últimas décadas (3.6 por ciento del PIB lo cual es un piso), mientras que el costo financiero de la deuda absorberá una proporción creciente del gasto total (llegaría a 4.1 por ciento del PIB). El endeudamiento adicional no se orienta principalmente a inversión productiva, sino a mantener programas sociales y gasto corriente. El riesgo es que la deuda que llegaría a 52.3 por ciento del producto, deje de ser una herramienta de desarrollo y se convierta en una carga estructural que comprometa a futuras generaciones.

Con el Paquete Económico 2026 —que será aprobado casi de manera automática por un Congreso dominado por la mayoría oficialista— el gobierno al privilegiar programas sociales y reforzar la centralización presupuestal, fortalece su base de apoyo electoral, ello sin contrapesos autónomos institucionales que validen su eficiencia. Si bien ofrece disciplina aparente, está construida sobre supuestos frágiles y riesgos crecientes, por la incertidumbre a lo que había que adicionar la sobreestimación de ingresos, el déficit elevado, la creciente y costosa deuda y la ausencia de una reforma fiscal que asegure recursos sostenibles. El presupuesto parece más orientado a garantizar legitimidad política que a blindar al país frente a los riesgos de un entorno internacional complicado.

El autor es presidente de Consultores Internacionales, S.C.®