A casi once años de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, la exigencia de verdad y justicia, permanece sin respuesta. El caso, que se convirtió en uno de los símbolos más potentes de la crisis de derechos humanos en México, se mantiene atrapado en un entramado de opacidad, ineficacia judicial y tensiones políticas que han convertido la búsqueda de los normalistas en una herida abierta para el país.

Las familias de los estudiantes, junto con organismos internacionales y sectores de la sociedad civil, sostienen una lucha que no ha perdido vigor, pero sí acumula frustraciones. Su reclamo central es el mismo que en 2014: ¿dónde están los 43? La pregunta, que debería haberse respondido en los primeros meses de investigación, resulta un pendiente histórico que refleja las debilidades estructurales del Estado mexicano.

 

Promesas reiteradas, resultados escasos

En casi once años, los avances concretos son mínimos. Solo se han identificado los restos de tres estudiantes, mientras que el paradero de los demás permanece desconocido. Aunque se ha detenido a figuras como el exalcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa, las sentencias obtenidas contra ellos se relacionan con delitos distintos, como lavado de dinero y vínculos con el crimen organizado, pero no con la desaparición de los normalistas.

El reconocimiento de que se trató de un “crimen de Estado” fue un paso simbólicamente relevante, pero que en la práctica no se ha traducido en castigos ejemplares ni en una reconstrucción clara de los hechos. La narrativa oficial ha prometido nuevas líneas de investigación y el análisis de pruebas que antes fueron ignoradas, como registros telefónicos, pero dichas indagatorias no han arrojado resultados. El argumento de la “secrecía” para no dar información alimenta la percepción de que se repite el patrón de encubrimiento y dilación que marcó los gobiernos anteriores.

La fragilidad de las instituciones

Uno de los principales obstáculos ha sido la inestabilidad en la Unidad Especial para la Investigación del Caso Ayotzinapa (UELICA). La renuncia de Rosendo Gómez Piedra, en medio de acusaciones internas por corrupción, desvío de recursos y prácticas indebidas, dejó al descubierto la vulnerabilidad institucional en un caso que exige rigor y continuidad. Su sustitución por Mauricio Pazarán, exfiscal en la Ciudad de México, representó más una salida administrativa que una renovación profunda.

Este relevo no es un hecho aislado: muestra la fragilidad de las instituciones mexicanas para sostener una estrategia coherente frente a casos emblemáticos. Cada cambio de responsables implica retrocesos en la construcción de confianza y abre dudas sobre la seriedad de los compromisos del Estado.

A lo anterior se suma la renuncia de Vidulfo Rosales, abogado de los familiares de los 43, quien durante años fue una de las voces más visibles en la defensa del caso. Su decisión de dejar la representación legal y sumarse a un nuevo frente de trabajo, vinculado al ministro presidente de la SCJN, Hugo Aguilar Ortiz, dejó a las familias sin uno de sus referentes más sólidos. Aunque Rosales argumentó razones personales y de salud, su salida fue percibida como una pérdida significativa para las víctimas y un ejemplo más de cómo las dinámicas políticas atraviesan incluso las causas de mayor sensibilidad social.

 

La continuidad de la impunidad

La desaparición de los 43 no se explica únicamente como un episodio aislado, sino como parte de un patrón de violencia estructural en el país. Lo ocurrido la noche del 26 de septiembre de 2014, cuando los estudiantes se dirigían a Ciudad de México para conmemorar la masacre de Tlatelolco, se inscribe en un contexto de connivencia entre autoridades locales, fuerzas de seguridad y crimen organizado.

A pesar de las investigaciones y de los cambios de gobierno, esta trama sigue sin esclarecerse. Ninguna de las teorías presentadas ha logrado consolidarse como verdad judicial, y los esfuerzos por reconstruir los hechos han quedado atrapados entre contradicciones, omisiones y disputas institucionales.

La impunidad, en este caso, no es un accidente: es el resultado de un sistema que no ha logrado desmantelar las redes de complicidad que permiten al crimen organizado operar con la protección o la tolerancia de actores estatales. Ayotzinapa, por tanto, no es solo un expediente pendiente: es un recordatorio de cómo la violencia criminal se enraíza en estructuras de poder.

 

La promesa de Sheinbaum y el escepticismo social

En su administración, Claudia Sheinbaum ha prometido reforzar la fiscalía especial, trazar nuevas líneas de investigación y compartir avances periódicos con las familias. Sin embargo, la credibilidad de estas promesas está en entredicho. Los padres y madres de los normalistas insisten en que, hasta ahora, no hay información nueva sobre lo ocurrido aquella noche ni sobre el paradero de sus hijos.

La desaparición de los 43 normalistas dejó en claro que la democracia mexicana es frágil cuando se trata de garantizar derechos básicos como la verdad y la justicia. En más de una década, los cambios de gobierno no han modificado de raíz la forma en que se aborda el caso: el patrón sigue siendo de promesas renovadas pero con resultados limitados.

 

La deuda con la verdad

El esclarecimiento de Ayotzinapa no puede quedar reducido a promesas. Se trata de un imperativo ético y político para un país que, de no enfrentarlo con seriedad, seguirá condenado a cargar con la impunidad como norma. Once años después, la exigencia de las familias es clara: verdad, justicia y rendición de cuentas. Lo cual sigue desnudando la deuda del Estado mexicano con sus víctimas.