La titular del Ejecutivo Federal presentó recientemente una iniciativa de reformas a la Ley de Amparo, al Código Fiscal de la Federación y a la Ley Orgánica del Tribunal Federal de Justicia Administrativa. En la exposición de motivos se insiste en que se trata de un paso necesario para implementar la reforma constitucional en materia judicial publicada en 2024, bajo el argumento de fortalecer la impartición de justicia con mayor legalidad, imparcialidad, transparencia y profesionalización. También se plantea que con esta reforma se agilizarán los procesos, en particular el juicio de amparo, se reducirá la impunidad y se acercará la justicia a la ciudadanía, además de cumplir con compromisos internacionales en derechos humanos, atender el Plan Nacional de Desarrollo 2025–2030 y dar un salto hacia la digitalización de los procedimientos.
Al revisar la iniciativa, se identifican aspectos que pueden considerarse positivos. La incorporación de herramientas digitales, como la presentación de promociones electrónicas, notificaciones en línea o la obligación de autoridades de comparecer por medios digitales, tiene el potencial de agilizar trámites y reducir cargas burocráticas. También es razonable plantear plazos más cortos para evitar que los juicios de amparo se prolonguen por años, así como dar mayor claridad en algunas figuras procesales que hoy generan confusión. Estas medidas responden a diagnósticos reales: juzgados saturados, procedimientos obsoletos y expedientes interminables. Sin embargo, lo que aparece como avance técnico queda rápidamente opacado por el núcleo duro de la reforma: la intención de restringir el acceso al amparo acotando la figura del interés legítimo, uno de los pilares que en la última década ha permitido ampliar la protección de derechos fundamentales en México. Esa figura que después de años de diagnóstico y propuestas de Nueva Ley de Amparo, foros, comisiones redactoras e intentos frustrados de ampliar la legitimación para acudir al juicio de amparo, quedó finalmente incorporada en la Constitución en 2011 y en la ley de Amparo en 2013, esa figura que fue motivo de importantes debates y sendas tesis de jurisprudencia.
Para comprender el alcance del problema es necesario detenernos en la noción misma de interés. En su acepción jurídica, el interés se refiere a un vínculo entre cierta esfera jurídica y una acción encaminada a su protección, en virtud del cual se solicita a la autoridad competente que ejerza sus facultades de conocimiento y resolución sobre dicha acción (ofrezco de antemano una disculpa por incurrir tal vez en tecnicismos, pero en esta ocasión son necesarios para entender el concepto en su acepción jurídica y la magnitud de impacto de la iniciativa). Tradicionalmente, este concepto se ha clasificado atendiendo a dos criterios. El primero, según el número de personas afectadas: puede ser individual, cuando se trata de la esfera de un solo sujeto, o colectivo o difuso, cuando se proyecta en un grupo o categoría. Dentro de los colectivos, existen intereses comunes a una colectividad con vínculo jurídico; en los difusos, ese vínculo no existe, sino que la afectación es contingente. El segundo criterio atiende al nivel de afectación: simple, como en las acciones populares; legítimo, entendido como una legitimación intermedia entre el interés jurídico y el simple, que exige una afectación real y actual a la esfera jurídica de la persona en un sentido amplio; y jurídico, identificado con la titularidad de un derecho subjetivo.
De ahí surge el concepto de interés legítimo, que la propia Constitución reconoce en su artículo 107. La Suprema Corte ha precisado que este interés implica la existencia de un vínculo entre ciertos derechos fundamentales y la persona que comparece en el proceso, sin que sea necesario que derive de una facultad otorgada expresamente por el orden jurídico. Lo distintivo es que se trata de un interés cualificado, actual, real y jurídicamente relevante, distinto al interés genérico de la sociedad, pero más amplio que el estrictamente jurídico. En otras palabras, el interés legítimo responde a la necesidad de que los poderes públicos actúen conforme al orden jurídico cuando esa actuación incide de manera específica en la esfera de una persona, aunque esta no sea titular de un derecho subjetivo en sentido clásico.
Por ello, el Constituyente de 2011 decidió incluir expresamente el interés legítimo individual o colectivo como vía de acceso al amparo, entendiendo que puede coexistir con intereses difusos o colectivos, pero sin que deban equipararse. La distinción no es técnica: es sustantiva. Limitar el interés legítimo a parámetros tan estrechos como los que propone la iniciativa significa borrar una de las conquistas más relevantes en la evolución del amparo, que abrió la puerta para que comunidades, organizaciones y colectivos pudieran defender derechos frente a decisiones del Estado que afectan a grupos enteros.
La propia jurisprudencia de la Suprema Corte ha sido enfática: para que exista interés legítimo basta con acreditar una afectación actual y razonable a cierta esfera jurídica, de la que derive un beneficio inmediato y cierto en caso de concederse el amparo. No se trata de acciones populares indiscriminadas, sino de una categoría intermedia que permite a quienes sufren un agravio diferenciado acceder a la justicia. Al desconocer esta construcción, la iniciativa pretende retroceder al modelo del interés jurídico estricto, donde solo puede acudir al amparo quien es titular directo de un derecho subjetivo. El efecto sería devastador para la justicia ambiental, climática, de género o de pueblos indígenas, ámbitos en los que la afectación rara vez es individual y siempre se proyecta en colectivos.
Junto con la restricción del interés legítimo, la reforma endurece el régimen para el otorgamiento de la suspensión, ampliando de forma indiscriminada las hipótesis de improcedencia de la suspensión. Bajo pretextos como la deuda publica o la estabilidad financiera, bastará la invocación del “interés social” para negar la protección cautelar. El juicio de amparo se convierte así en un recurso que llega tarde: aunque el quejoso gane en la sentencia, los daños serán irreparables.
Las modificaciones en materia de cumplimiento de sentencias tampoco son menores y si bien no se propone eliminar la responsabilidad por incumplir un amparo o suspensión como se ha repetido en algunos medios; la iniciativa propone que no se sancione a las autoridades responsables si se justifica adecuadamente una imposibilidad jurídica o material para cumplir. Sin embargo, esto puede contribuir para seguir normalizando el desacato y erosionando la fuerza obligatoria del amparo.
A ello se suma la declaratoria de improcedencia en materia fiscal y administrativa, donde se privilegia la recaudación por encima de la protección de derechos.
En suma, lo que se presenta como modernización esconde un retroceso histórico. Limitar el interés legítimo equivale a reducir el amparo a un privilegio para pocos, cuando su esencia ha sido siempre la de ser un instrumento de acceso amplio y efectivo a la justicia. Lo que está en juego no es una precisión técnica, sino el principio mismo de que toda persona (individual o colectivamente) pueda exigir que el poder público respete los derechos fundamentales.
El error de la iniciativa no es querer un amparo más ágil o más moderno, sino pretender conseguirlo a costa de restringir su acceso. México necesita un amparo eficaz, vivo y capaz de responder a los desafíos de nuestra época. Despojarlo de la figura del interés legítimo es desarmar a la sociedad frente al Estado. Y sin amparo no hay democracia: solo un poder cada vez más absoluto, cada vez más inmune al control ciudadano.