La capital de Guerrero continúa siendo rehén de la confrontación entre Los Tlacos y Los Ardillos. Mientras la disputa criminal se intensifica, los esfuerzos institucionales parecen apenas contener las llamas, sin capacidad de extinguirlas. Chilpancingo, más que una ciudad gobernada por la ley, hoy refleja el dominio de la violencia organizada que ha superado los intentos de pacificación.

Una nueva ola de violencia puso en jaque a Chilpancingo,  paralizando la ciudad por tres días consecutivos y evidenciando que los esfuerzos de las autoridades locales, estatales y federales siguen siendo insuficientes frente a la disputa entre grupos del crimen organizado.

El despliegue conjunto de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), la Guardia Nacional, la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC) y la Policía Estatal apenas logró resultados parciales, mientras la población enfrentaba miedo, desabasto y parálisis social.

La vida cotidiana de Chilpancingo se detuvo abruptamente. Cerca de una decena de unidades del transporte público fueron incendiadas, lo que obligó a choferes y permisionarios a suspender el servicio. Comercios locales también fueron atacados, profundizando la sensación de indefensión. El terror se apoderó de las calles, donde moverse se volvió un riesgo inminente.

La violencia obligó a que más de 500 escuelas de todos los niveles suspendieran actividades, dejando a unos 13 mil maestros sin presentarse a trabajar. La medida, avalada por el magisterio y respaldada por el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), buscó proteger a estudiantes y docentes, que no podían trasladarse con seguridad a sus centros educativos.

El ayuntamiento de Chilpancingo también pausó actividades en el Palacio Municipal y en dependencias públicas, priorizando la integridad de los trabajadores. “Nuestro regreso a las aulas y oficinas dependerá de que se restablezca el transporte y cese la violencia”, expresaron maestros y empleados estatales.

 

El origen de la escalada

Los primeros hechos violentos se registraron el 25 de septiembre, cuando un grupo armado atacó a elementos de la Sedena en la sierra de Chilpancingo. Los militares repelieron la agresión, aunque un soldado resultó gravemente herido. El incidente encendió la alarma en comunidades rurales que, cansadas de la inseguridad, bloquearon caminos para exigir mayor presencia policial.

En respuesta, el 26 de septiembre más de 200 soldados y guardias nacionales, acompañados de policías estatales, fueron desplegados en comunidades serranas. Habitantes confirmaron la presencia de al menos 20 camionetas con personal de seguridad recorriendo caminos rumbo a Rincón de Alcaparrosa y Coacoyulillo.

Sin embargo, la violencia no cedió. En el mercado “Baltasar Leyva Mancilla” fue asesinado el dueño de una pollería; en la colonia María Dolores, un chofer de granja avícola también fue ejecutado. La población comprendió rápidamente que el conflicto entre criminales se trasladaba del ámbito rural al urbano.

El 28 de septiembre marcó un punto crítico. En apenas cinco horas fueron incendiadas tres unidades: un camión en el bulevar Vicente Guerrero, una camioneta en la colonia PRD —donde dos mujeres y dos niñas resultaron con quemaduras— y un taxi en la carretera federal Chilpancingo-Acapulco.

Ese mismo día, hombres armados quemaron una unidad de la ruta Chilpancingo-Amojileca, un taxi y un autobús de la ruta Chilpancingo-Circuito Azul. La reacción de los transportistas fue inmediata: reducir horarios y recorridos, conscientes de que su vida estaba en riesgo.

La Secretaría de Seguridad Pública estatal reconoció que los incidentes se derivaban de la disputa entre Los Tlacos y Los Ardillos, dos grupos del crimen organizado que, a pesar de haber pactado una tregua en febrero de 2024, han retomado la confrontación con mayor violencia.

Ante la emergencia, el gobierno municipal de Chilpancingo emitió un comunicado dirigido a la presidenta Claudia Sheinbaum y al titular de la SSPC, Omar García Harfuch, solicitando refuerzos urgentes. El ayuntamiento puso a disposición nueve unidades de Protección Civil para trasladar a ciudadanos afectados por la suspensión del transporte, una medida que resultó claramente insuficiente frente al tamaño del problema.

La realidad es clara: las autoridades locales y estatales han sido incapaces de contener la violencia, mientras la federación despliega operativos que, aunque visibles, no logran modificar la correlación de fuerzas entre los grupos delictivos.

 

El trasfondo de la disputa

La confrontación entre Los Tlacos y Los Ardillos responde a intereses que trascienden la violencia inmediata:

Ambos grupos buscan dominar las zonas estratégicas para el cultivo de amapola y el trasiego de heroína hacia Estados Unidos.

Imponen cobros de piso en carnicerías, pollerías, abarrotes y transporte público, generando terror entre empresarios y trabajadores.

Han demostrado capacidad para intervenir en elecciones locales y negociar con autoridades. Incluso se disputan el acceso a recursos del “Ramo 33”, fondos federales destinados a obras municipales.

En este escenario, Chilpancingo se ha convertido en un tablero donde los grupos criminales avanzan con más estrategia que las instituciones encargadas de la seguridad.

La reciente ola violenta en la capital guerrerense demuestra que la llamada “pacificación” sigue siendo una promesa incumplida. Los operativos militares y policiales logran contención momentánea, pero no erradican las causas profundas: la debilidad institucional, la colusión entre autoridades y delincuencia, y la falta de políticas sociales de largo alcance.

Mientras tanto, la población queda atrapada entre dos fuegos: el de las bandas criminales que ejercen dominio económico y social, y el de unas autoridades que reaccionan, pero no previenen. La suspensión de clases, el transporte paralizado y los comercios cerrados son el reflejo de un poder paralelo que se impone sobre la vida cotidiana.

La violencia en Chilpancingo no es un hecho aislado, sino parte de un patrón que se repite en distintas regiones del país donde los grupos delictivos superan a las instituciones. El caso de Guerrero confirma que la disputa por el control del territorio se libra en las calles, en los mercados, en el transporte público y hasta en la administración de recursos federales.

El saldo de esta nueva crisis es demoledor: una ciudad paralizada, miles de estudiantes sin clases, comerciantes aterrados y un gobierno que, pese a los refuerzos federales, no logra recuperar el control.