Las tragedias se dimensionan en las historias particulares de personajes con nombre y apellido, al recorrer los días del Holocausto en las aventuras de un par de niños que se transforman y reconstruyen como la Varsovia abatida por los nazis. Una historia de familia paralela a la épica de una nación en resistencia al exterminio es la novela más reciente de Rodolfo Naró (Tequila, Jalisco, 22 de abril de 1967), La letra alemana (Espasa, 2025). Transcribo las primeras líneas.

      1. La emboscada. Varsovia, diciembre de 1939. Daniel

Daniel Brim vio a lo lejos cuatro oficiales de la SS. Los reconoció por su impecable uniforme verde. No estaban en actitud de guardia, uno de ellos fumaba. Le pareció verlos reír. No quiso desviar su camino ni rodearlos, creyó que no se fijarían en un niño de once años. Sintió el peso de su mochila en la espalda, y su saco nuevo de lana almendrado le dio la seguridad suficiente para encararlos. Las calles estaban atiborradas de gente. Faltaban dos días para Janucá y su tío Isaac le había encargado que llevara la menorá de oro al templo. Su tío la envolvió en paños de seda y le dijo que la metiera entre sus libros. Daniel volvió a pensar si cruzaba por en medio de los alemanes o rodeaba por la calle Nalewki, una de las más transitadas de la ciudad; pero basta un segundo para dudar y ser descubierto por el ene-migo. El soldado que fumaba tiró el cigarro y le gritó. Daniel supo que era una orden al notar la mirada del alemán en su brazo izquierdo, sobre la estrella de David que traía cosida en el abrigo. El brillo metálico de la nieve sobre el suelo hacía las sombras más largas y difusas. Los vio desenfundar sus pistolas, cortar cartucho, los cuatro casi al mismo tiempo. En ese momento, Daniel recordó al rabino que habían matado los nazis la semana anterior; le habían disparado en una pierna y luego en la otra, sólo para burlarse de él. Recordó el rastro de sangre sobre la nieve. “Como un perro, se arrastra como un perro”, decían, siguiéndolo entre risas y patadas. El corazón comenzó a brincarle en el pecho y de pronto sintió caliente el abrigo. Le pesó la menorá. Se aferró a los cordones de su mochila como a las cadenas de un columpio en pleno vuelo. Sintió que le faltaba el aire, pero no podía demostrarle miedo al enemigo. El sujeto del cigarro le gritó que era un juego, que corriera, pero él no entendió nada. Al verlo alzar el brazo y escuchar el primer disparo, los pies se le destrabaron del suelo y Daniel corrió en zigzag por la misma calle por la que había llegado. Cientos de personas paseaban a su lado. Todas corrieron, como una parvada que no alcanza el cielo; algunas se cayeron y otras se tropezaron entre sí. Daniel no. Corrió tragando bocanadas de aire, escuchando los disparos que le zumbaban en las orejas, viendo que las balas perforaban las paredes de las casas y las paredes escupían tierra por ese agujero. Corrió pisando charcos y nieve ennegrecida. Esquivando gente con largos saltos. Las balas sólo lo perseguían a él. Sabía que moriría si resbalaba. En su carrera, le volvió el recuerdo del pastel de queso con pasas que su madre le preparaba en su cumpleaños. Se recriminó haber salido tarde con el encargo del tío Isaac, no haber rodeado por Nalewki. Tarde comprendió que los atajos no siempre son el mejor camino, Creyó que lo regañarían por no llegar a tiempo con la menorá. Después de veinte disparos que seguirían sonando en su memoria las siguientes noches, Daniel vio la esquina como una meta de salvación. Voló en medio de la gente y alcanzó a dar vuelta. Sin dejar de correr llegó a su casa, cruzó la puerta y se desplomó.