Guerrero se presenta como el estado más peligroso para los sacerdotes en México, y la violencia contra el clero se ha convertido en un indicador clave de la crisis de seguridad en la entidad. A pesar de sus esfuerzos de diálogo y pacificación, la respuesta de los grupos criminales ha sido brutal, y la complicidad de actores políticos locales ha dificultado aún más cualquier posibilidad de paz.
La entidad se ha convertido, en uno de los territorios más inseguros para los sacerdotes en México, a pesar de sus esfuerzos por establecer canales de diálogo con los grupos criminales con el fin de pacificar la región. Desde hace más de una década, el ministerio sacerdotal en este estado no solo ha sido una labor espiritual, sino una actividad de altísimo riesgo, donde los sacerdotes, seminaristas y otros miembros del clero han pagado con su vida su compromiso con las comunidades más vulnerables.
En los últimos 11 años, Guerrero ha sido escenario de al menos 12 asesinatos de religiosos, entre ellos nueve sacerdotes, dos seminaristas y un sacristán. Este patrón de violencia refleja una tendencia escalofriante en la que el crimen organizado se ha infiltrado en la vida religiosa, convirtiendo a los sacerdotes en blancos directos.
La evidencia sugiere que estos crímenes no son aleatorios, sino que están fuertemente vinculados a la disputa territorial entre los grupos criminales que controlan la región. Los Tlacos, Los Ardillos y La Familia Michoacana, entre otros, luchan ferozmente por el control de recursos claves como el narcotráfico, el tráfico de personas y, cada vez más, los recursos públicos municipales.
El asesinato de Bertoldo Pantaleón Estrada, párroco de Mezcala en el municipio de Eduardo Neri, es solo el más reciente en una larga lista de víctimas de esta espiral de violencia, en la que los sacerdotes son percibidos no solo como actores de resistencia, sino también como obstáculos a la expansión del crimen organizado.
Además de los asesinatos, el crimen organizado ha implementado tácticas de intimidación y extorsión diaria a los sacerdotes. Se estima que cada semana ocurren 26 agresiones a templos y ataques a los clérigos, un dato que subraya la magnitud de la crisis de seguridad que enfrentan los religiosos.
La situación es aún más alarmante cuando se considera que muchas de estas agresiones no se limitan a la violencia física, sino que son parte de un proceso de acoso psicológico y extorsión sistemática para garantizar el silencio y la sumisión de los líderes religiosos frente a la creciente influencia del crimen organizado.
La implicación de los sacerdotes en actividades de mediación y pacificación no solo refleja un compromiso humanitario y pastoral, sino que pone en evidencia la absoluta fragilidad del Estado en ciertas zonas de Guerrero. La denuncia pública de figuras como Monseñor Salvador Rangel Mendoza y el padre Filiberto Velázquez Florencio resalta la incapacidad del gobierno para garantizar la seguridad básica de la población. En diversas ocasiones, tanto Rangel Mendoza como otros miembros del clero han señalado públicamente la connivencia entre autoridades locales y grupos criminales, lo que agrava la situación y subraya la compleja red de corrupción que perpetúa la violencia.
En este contexto, la violencia contra los sacerdotes no solo es un ataque contra individuos, sino contra una institución que cumple con una función social vital en las comunidades donde el Estado ha fallado. Los sacerdotes en Guerrero no solo son líderes espirituales, sino también actores clave en la provisión de servicios básicos como la educación, la salud y la protección de los derechos humanos. Cuando un sacerdote es asesinado, se elimina un estabilizador social, creando un vacío de poder y apoyo en regiones ya profundamente afectadas por el conflicto y la pobreza.
A pesar de la constante amenaza, la respuesta de la Iglesia no ha sido de rendición. Los sacerdotes han seguido luchando por la paz, incluso cuando sus vidas están en peligro. La reciente mediación del padre Filiberto Velázquez Florencio entre grupos criminales, con el objetivo de lograr una tregua en la capital del estado, pone en evidencia el rol de los religiosos como una especie de “puente de diálogo” entre actores violentos, aún a riesgo de sus propias vidas. Sin embargo, la creciente violencia y la expansión de la influencia de los carteles en la política local y los recursos públicos complican aún más este tipo de esfuerzos.
Lo que está ocurriendo en Guerrero es, en muchos sentidos, un microcosmos de los problemas de seguridad que enfrenta México en su conjunto, donde el narcotráfico, la corrupción y la violencia estructural se combinan en un ciclo que parece casi imposible de romper. La violencia contra la Iglesia refleja una crisis más profunda de seguridad y gobernabilidad en el estado, donde las autoridades no solo han perdido el control de vastas regiones, sino que han permitido que el crimen organizado se infiltre en las estructuras del poder local.
La situación en Guerrero subraya la urgente necesidad de un enfoque más integral y coordinado entre las autoridades federales, estatales y locales para restaurar la seguridad y la justicia en una región atrapada entre la violencia y la indiferencia estatal.
Los grupos criminales han dejado de depender exclusivamente de actividades ilícitas como el narcotráfico y han encontrado en las alcaldías una fuente de financiamiento. Antes era la marihuana, luego la cocaína y la extorsión. Hoy, los recursos públicos son parte del botín.