Durante los días 20, 21 y 22 de octubre, la Suprema Corte de Justicia de la Nación celebró su primera audiencia pública desde que se integró como Nueva SCJN. Pero no fue cualquier tema el que motivó este ejercicio inédito: se trató del derecho a la consulta de las personas con discapacidad, una cuestión que toca el corazón mismo del Estado constitucional mexicano y del modelo de derechos humanos que éste dice defender.
La última vez que el Pleno de la Corte abrió sus puertas para escuchar a la sociedad fue en 2008, cuando se debatió la constitucionalidad de la despenalización del aborto en el entonces Distrito Federal. Aquella ocasión (seis audiencias públicas, 80 expositores y 18 horas de deliberación abierta) marcó un precedente histórico. El entonces presidente de la SCJN, ministro Guillermo Ortiz Mayagoitia, celebró que el ejercicio fortalecía la transparencia y la participación ciudadana en la impartición de justicia constitucional.
Diecisiete años después, la historia vuelve a escribirse. Hoy, la Corte retoma esa herramienta de diálogo institucional, pero lo hace en un contexto radicalmente distinto: en el marco de una nueva integración, bajo una nueva narrativa y frente a una deuda histórica con un grupo históricamente invisibilizado. No es casualidad que la primera audiencia pública de esta etapa haya sido precisamente sobre el derecho a la consulta de las personas con discapacidad. Es una señal, un punto de inflexión y una prueba de coherencia. El tiempo dirá.
El motivo de la audiencia es técnico en apariencia (Acción de Inconstitucionalidad 182/2024), pero profundamente político en sustancia. La Corte debe resolver si puede declararse la invalidez de normas generales aprobadas sin haber consultado previamente a las personas con discapacidad, conforme al mandato del artículo 4.3 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), tratado internacional con jerarquía constitucional en México.
El proyecto presentado por la ministra Lenia Batres plantea un cambio de paradigma, pero en el sentido equivocado: propone que la Corte abandone la posibilidad de invalidar normas por la ausencia o deficiencia de consulta y que, además, restrinja la facultad de los entes legitimados para impugnar esta omisión, salvo que las propias personas con discapacidad lo soliciten. La premisa es tan peligrosa como conocida: si la ley “beneficia” a las personas con discapacidad, no habría necesidad de preguntarles. El retorno al paternalismo está disfrazado de eficiencia.
El derecho a la consulta no es un gesto de buena voluntad del Estado, ni un trámite burocrático que pueda omitirse cuando el legislador “considera” que la norma es benéfica. Es una obligación jurídica y un reconocimiento político. La CDPD transformó el paradigma: las personas con discapacidad dejaron de ser vistas como objetos de tutela para convertirse en sujetos de derecho. En ese tránsito, la consulta previa, libre e informada se erige como piedra angular de la participación y la inclusión.
“Nada de nosotras sin nosotras” no es una consigna: es una doctrina. Implica que las decisiones que afectan a las personas con discapacidad no pueden tomarse sin su participación efectiva. Lo contrario sería perpetuar el modelo asistencialista que las reduce a receptoras pasivas de políticas públicas, en lugar de reconocerlas como protagonistas de su propio destino.
La consulta previa, en este sentido, no es solo un mecanismo de participación: es una herramienta de eliminación de barreras estructurales. Cuando una norma se emite sin escuchar a quienes regula, la exclusión jurídica nace desde el texto mismo de la ley. Lo que no se consulta, se impone. Y lo que se impone, rara vez es incluyente.
El valor de esta audiencia pública va más allá de la materia a resolver. Por primera vez, el máximo tribunal escuchó, de viva voz, los testimonios, reflexiones y exigencias de más de cien personas con discapacidad y de las organizaciones que las representan. Escuchó su experiencia cotidiana frente a un sistema normativo que las ignora, y su reclamo de que la accesibilidad empiece, precisamente, por la forma en que se produce el derecho.
Durante tres días, resonó una frase casi unánime entre las y los participantes: “Nada sobre nosotras sin nosotras”. La frase encierra una reivindicación de autonomía, pero también una interpelación a la propia Corte: juzgar con perspectiva de discapacidad implica mucho más que adaptar formatos o lenguajes. Significa asumir que la justicia no puede ser legítima si se construye desde la exclusión.
En una democracia constitucional, la justicia no se impone: se explica. Y las audiencias públicas son una de las formas más eficaces de hacerlo. Son un puente entre el lenguaje técnico del derecho y la realidad viva de las personas. No sustituyen el juicio, pero lo iluminan. No imponen criterios, pero humanizan las decisiones.
En 2008, la Corte abrió un canal de comunicación con la sociedad para escuchar sobre la interrupción legal del embarazo. En 2025, lo hace para escuchar sobre el derecho a la consulta de las personas con discapacidad. Ambas discusiones comparten una raíz común: la autodeterminación. En ambos casos, el centro del debate es quién tiene derecho a decidir sobre su propia vida.
El solo hecho de que esta audiencia haya ocurrido es, en sí mismo, un mensaje. Esta apertura al diálogo devuelve un respiro al constitucionalismo participativo. Pero el verdadero examen no está en la audiencia: está en la sentencia. De nada serviría escuchar si después se decide desde la indiferencia, como si nada hubiera pasado y nada hubiera sido dicho.
El proyecto en discusión plantea una contradicción frontal con los estándares internacionales y con la jurisprudencia consolidada por la propia Corte antes de su reciente reconfiguración. Decir que no es necesario consultar cuando la norma “beneficia” a las personas con discapacidad es negar la esencia de su derecho a la participación. ¿Quién define qué es un beneficio? ¿El legislador? ¿El tribunal? ¿O las propias personas afectadas?
El argumento paternalista: “sabemos lo que es mejor para ustedes”, es una forma sofisticada de exclusión. Supone que la discapacidad debe gestionarse desde la voz experta, pero no desde la experiencia vivida. Ese es precisamente el modelo que la CDPD vino a derrumbar. Y si nuestro máximo tribunal lo revalida, la regresión sería monumental.
Esta audiencia pública puede ser recordada como el punto de partida de una justicia constitucional más abierta, o como el último intento de simulación participativa. La diferencia la marcará la decisión final del Pleno. Si la Corte confirma su deber de garantizar la consulta previa como condición de validez normativa, estará honrando su papel de guardiana del bloque de constitucionalidad y del principio de igualdad sustantiva. Pero si la restringe o la relativiza, habrá enviado un mensaje devastador: que la participación de las personas con discapacidad es deseable, pero no indispensable.
La Nueva SCJN tiene la oportunidad de demostrar que los derechos no se reinterpretan para ajustarse al poder, sino para limitarlo. Que la accesibilidad no es un discurso, sino una práctica institucional. Y que la justicia, cuando escucha a todas las voces, se vuelve más justa.
Las audiencias públicas no cambian por sí mismas la historia. Pero son el escenario donde puede empezar a cambiar. En 2008, la Corte las utilizó para legitimar un debate trascendental. En 2025, las recupera para devolverle contenido democrático a su función constitucional. Entre ambas fechas hay una lección compartida: abrir las puertas de la justicia no debilita su independencia, la fortalece.
El eco de estos tres días resuena más allá de los muros del tribunal. Resuena en la memoria de quienes han luchado por ser escuchados y en la conciencia de quienes están llamados a decidir. Porque la justicia, cuando se construye con todas las voces, deja de ser un privilegio y se convierte, al fin, en un bien común.


