El 23 de octubre, desde el Palacio Nacional, Paco Ignacio Taibo II (director del Fondo de Cultura Económica) pronunció unas palabras que, por sí solas, desnudan una enfermedad cultural que el poder prefiere minimizar: el machismo institucional. Al presentar el proyecto “25 para el 25”, el funcionario aseguró que el FCE no iba a caer en cuotas de género” y que “sí partimos de la cuota, un poemario escrito por una mujer, horriblemente asqueroso de malo, no merece que se lo mandemos a una sala comunitaria”. Lo dijo al lado de la presidenta (con A) de México, quien, entre risas, intentó después excusarlo prometiendo una colección “especial” de autoras.

No son bromas. No son deslices. No son “malentendidos”. Son expresiones machistas, misóginas y violentas que, al provenir de un funcionario público, se vuelve inaceptables. El problema no es solo el tono soez o la torpeza retórica. Es el mensaje político y simbólico que encierran: uno que perpetúa la idea de que la calidad está reñida con el género, que las mujeres escriben menos y peor, y que la corrección de siglos de exclusión puede reducirse a un gesto decorativo.

Y eso es grave. Porque las palabras importan; impactan, modelan percepciones y sostienen estructuras de poder. En un país donde las mujeres han sido borradas de la historia, de las aulas, de la política y de las letras, este tipo de declaraciones no son anécdotas: son actos de violencia simbólica.

Más preocupante aún fue la reacción presidencial. En lugar de marcar distancia, Claudia Sheinbaum lo minimizó. Prometió “una colección especial de escritoras”, como si el problema fuera de catálogo y no de convicción. Esa respuesta exhibe una contradicción profunda: mientras la primera mujer presidenta de México presume paridad y perspectiva de género, tolera (e incluso ríe) ante un episodio que evidencia el fracaso del combate al machismo institucional.

Con su risa, la presidenta se volvió cómplice. Normalizó el comentario, lo volvió parte del paisaje. No hay política de igualdad que resista la complicidad del silencio o la indulgencia frente a la misoginia.

Las acciones afirmativas (incluidas las cuotas de género) no son caprichos ideológicos ni concesiones generosas del poder. Son instrumentos de justicia que buscan corregir desigualdades históricas. No sustituyen la calidad; crean las condiciones para que esta se exprese con libertad. Sirven para reparar la exclusión sistemática de mujeres en todos los ámbitos: político, académico, científico y cultural.

Durante siglos, los espacios de legitimidad fueron definidos por hombres, para hombres. Ellos decidieron qué se leía, qué se enseñaba, qué se premiaba y qué se consideraba arte. Las mujeres, en cambio, fueron lectoras sin voz, narradoras invisibles o musas que inspiraban, pero no firmaban.

Por eso, cuando un funcionario público desprecia las cuotas, lo que en realidad rechaza es la posibilidad de nivelar un campo de juego históricamente inclinado. Las cuotas no regalan oportunidades: las restituyen. Y su finalidad no es imponer resultados, sino abrir puertas. Cada lista paritaria, cada convocatoria que exige presencia femenina, cada política de inclusión en el ámbito cultural busca garantizar que el talento femenino no siga dependiendo del azar, del favor o del escándalo para ser reconocido.

El comentario de Taibo II es doblemente insultante porque además alude como justificante formal a la exclusión de las mujeres, a un periodo (el llamado Boom latinoamericano) en el que, supuestamente, floreció la literatura de la región. Pero ese “florecimiento” fue, en realidad, un club de hombres.

Mientras se consagraban los nombres de García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar o Fuentes, se dejaba fuera a escritoras tan o más brillantes que ellos. Elena Garro, Rosario Castellanos, Clarice Lispector, Josefina Bombal o incluso la cubana Dora Alonso fueron marginadas por una crítica que confundía el canon con la testosterona.

El olvido no fue casualidad, sino política. En las universidades, en las editoriales y en los premios literarios predominaba la mirada masculina que definía qué era “un gran libro”. Los textos escritos por mujeres eran catalogados (y lamentablemente al día de hoy todavía hay quienes lo hacen) como “sentimentales”, “intimistas”, “domésticos”, “emocionales”, o simplemente “menores”.

La literatura latinoamericana se construyó con silencios impuestos: los de ellas, las mujeres.

En este siglo XXI, en este México que ese dice vive tiempo de Mujeres, tiempos de transformación, que un funcionario del Estado mexicano repita esa lógica bajo el pretexto de la “calidad literaria”, no solo resulta grotesco: es una forma de continuar con la exclusión. Que de las 27 obras para el 25 del 25 solo siete hayan sido escritas por mujeres, de las cuáles solo dos están vivas, es una ironía cruel. Taibo no solo reproduce un canon machista; sino que lo institucionaliza desde el poder.

Taibo no habló como un ciudadano libre de responsabilidades; lo hizo como titular de la institución editorial más importante del país. Sus palabras orientan presupuestos, colecciones y criterios de publicación. No pueden tratarse como opiniones personales. El Fondo de Cultura Económica tiene el poder de moldear imaginarios, de decidir qué se publica y qué se olvida, de construir o negar espacios. Desde esa posición, despreciar la literatura escrita por mujeres es ejercer el poder de excluir.

La paradoja es brutal: mientras México celebra tener a su primera presidenta, el Estado (a través de su brazo cultural) sigue negando legitimidad simbólica a las mujeres. No basta con que lleguemos al poder si en la cultura seguimos al margen. La igualdad no se decreta: se construye con coherencia, con educación, con memoria y con una voluntad política que reconozca el peso de la palabra. La cultura, más que ningún otro ámbito, debería ser el espacio de la reparación simbólica. Y sin embargo, se convierte una vez más en territorio de exclusión.

Horriblemente asqueroso” (como él mismo diría) es saber que ni en la cultura y las artes hemos llegado todas. Que el Estado mexicano siga permitiendo que sus funcionarios hablen desde el desprecio hacia las mujeres es una derrota cultural, social y política. Es un fracaso de la transformación que la 4T tanto pregona.

Por eso, leer a las mujeres es hoy un acto de resistencia. Leerlas es reparar, recuperar, devolver el lugar que se les negó.

Y si alguien no sabe por dónde empezar, recomiendo los volúmenes Tsunami 1, 2 y 3 coordinados por Gabriela Jáuregui; la poesía de Enriqueta Ochoa o de Isabel Zapata ; las novelas de Cristina Rivera Garza, Guadalupe Nettel, Brenda Lozano, Luisa Reyes Retana,Valeria Luiselli, Alma Delia Murillo, Jazmina Barrera, Daniela Tarazona, Vivian Abenshushan, Andrea Chapela, Dahlia de la Cerda, Elsa Díaz Castelo, Brenda Navarro, Fernanda Melchor, Daniela Rea, Sandra Lorenzano,Camila Sosa Villeda, Mariana Matija…la lista es infinita. Y podemos irnos desde el boom y sus vecindades hasta hoy, sin olvidarnos de la gran Margo Glantz.

Personalmente, desde 2019 decidí leer solo a mujeres. Llevo cinco años haciéndolo. No me han faltado títulos, novedades, ni géneros. Incluso formé un club de lectura con mexicanas que viven en el extranjero para seguir descubriendo voces femeninas. No tengo presupuesto público ni cargo de poder: solo convicción y conciencia de que cada lectura es un gesto político.

Porque sí, ¡las palabras importan! Las que se dicen y las que se callan. Y hoy, frente a las horriblemente espantosas palabras de un funcionario público rancio y misógino, toca responder con otras: las que reparan, las que recuerdan, las que escriben las mujeres.