México atraviesa una crisis de seguridad en la que los grandes perdedores son los municipios y los estados. En un país donde la delincuencia repunta y la violencia se normaliza, los gobiernos locales han quedado abandonados a su suerte. En lo que va del sexenio, diez alcaldes han sido asesinados. Diez vidas que deberían encender todas las alarmas y, sin embargo, apenas provocan reacción en el oficialismo.
Durante años, programas como el FORTASEG y el FORTAMUN permitieron fortalecer a las policías locales, mejorar su capacidad operativa, profesionalizar a sus cuerpos y atender la prevención del delito. Pero el morenismo los eliminó, concentrando los recursos en el gobierno federal y debilitando deliberadamente a los municipios. La consecuencia ha sido devastadora: los gobiernos locales quedaron fuera de la ecuación de seguridad nacional, sin fondos para equipamiento, capacitación o inteligencia.
Hoy, los alcaldes enfrentan al crimen organizado sin respaldo; las policías municipales operan con carencias extremas; y las comunidades viven a merced de grupos que se fortalecen ante la ausencia del Estado. Mientras el gobierno federal presume cifras maquilladas y “nuevos planes de paz”, la realidad en el territorio es que la seguridad se desmanteló desde la base.
El asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, no solo estremeció a Michoacán: volvió a desnudar la fragilidad con la que vivimos en México. Ocurrió en plena festividad pública, entre familias, música y luces. Nadie imaginó que, en segundos, la celebración se convertiría en horror. Manzo había pedido protección; la tuvo un tiempo, luego se la retiraron. Todo estaba ahí, menos la seguridad real. Su muerte es más que un crimen: es una radiografía del país. Un país donde el poder ya no protege, donde portar un cargo público se ha vuelto una sentencia anticipada.
No es un caso aislado. En los últimos años, más de un centenar de alcaldes han sido asesinados. Cada muerte repite la misma pregunta: ¿de qué sirve el aparato de seguridad si ni siquiera puede cuidar a quienes representan al Estado? ¿Que espera el ciudadano de a pie? A eso se suma otra señal inquietante: el reciente incidente que vulneró la seguridad de la presidenta de la República. Si incluso la jefa del Ejecutivo puede ser alcanzada con esa facilidad, la fragilidad del sistema es más profunda de lo que se admite. ¿Qué esperanza queda para el resto?
Ambos episodios exhiben un patrón alarmante: el debilitamiento institucional. Los protocolos existen, las escoltas están ahí, pero las capacidades reales para anticipar, disuadir o reaccionar son mínimas. México vive una crisis de seguridad que no distingue rangos ni investiduras. No solo asesinan alcaldes o vulneran a la presidenta: también desaparecen policías, periodistas, médicos, maestras, jóvenes. La violencia atraviesa todo. La seguridad ya no es un privilegio; es una deuda pendiente del Estado con su gente.
El crimen de Manzo deja otra lección amarga: cuando un alcalde amenazado termina asesinado, se rompe la confianza en la palabra oficial. La gente ya no cree en los discursos de justicia porque la impunidad se impone con demasiada frecuencia. Y aquí debe ser más clara la reflexión: no hay política de seguridad posible si el Estado no se reconstruye desde la base. Mientras los municipios sigan desamparados, mientras dependan de la suerte o del ánimo del crimen organizado, cualquier estrategia nacional será solo una cortina de humo. Lo que ocurrió en Uruapan y en Palacio Nacional no son hechos aislados: son síntomas de un mismo mal. De un país donde la autoridad se difumina y las instituciones se agotan.
Lo más alarmante no es solo que maten a un alcalde o vulneren a una presidenta. Lo más alarmante es que cada vez reaccionamos con menos asombro. Como si el horror ya fuera parte del paisaje. La violencia no solo está ganando territorio; también está ganando indiferencia.
Más que discursos o promesas, necesitamos recuperar la idea de que el poder puede —y debe— proteger. La seguridad no se mide en escoltas, sino en la capacidad del Estado para cuidar la vida: toda vida, sin importar el cargo o el color político. Por eso la muerte de Manzo no solo duele: indigna. Representa el precio que pagan los funcionarios locales que se atreven a enfrentar al crimen sin respaldo institucional.
Debe haber un reclamo fuerte al gobierno federal, porque cuando hablamos de delincuencia organizada hablamos de una responsabilidad esencialmente federal. Carlos Manzo llegó como presidente municipal independiente, en una región gobernada por Morena y la federación. Pidió apoyo, no lo tuvo. Su asesinato provocó manifestaciones y reclamos de justicia que solo fueron escuchados después de su muerte.
Nada va a cambiar sin presión social ni voto responsable. Si seguimos tolerando malos gobiernos, tendremos un país más endeudado, controlado por la delincuencia y sin oportunidades. La conclusión es clara: sin participación ciudadana, no hay corrección posible. La muerte de Carlos Manzo no debe ser una cifra más, sino un punto de quiebre para replantear la relación entre municipios, federación y seguridad pública en México.
El oficialismo presume que en el sexenio anterior morían 89 personas al día y que ahora “solo” son 70. Dicen que hay 19 homicidios menos cada jornada y que la violencia bajó. Pero los datos oficiales cuentan otra historia: los “otros delitos que atentan contra la vida y la integridad corporal” pasaron de 39 a 46 diarios; siete más cada día. Si se suman los homicidios dolosos, los delitos contra la vida y las personas desaparecidas, el resultado es devastador: en el sexenio pasado el promedio fue de 154 víctimas diarias; en el actual, la cifra subió a 157. El gobierno anterior fue el más violento de la historia, pero al paso que vamos, este romperá su propio récord. Una tragedia que demuestra que la violencia no se combate: se oculta.
El autor es senador de la República y presidente de la Comisión de Desarrollo Municipal
@MarioVzqzR

