Desde sus años como estudiante en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) donde obtuvo su licenciatura y el doctorado en la Facultad de Filosofía y Letras, Gonzalo Celorio (Ciudad de México, 1948) ha estado inmerso en el estudio y la enseñanza de su gran pasión: la literatura, y su experiencia docente, que comenzó en 1974, ha influido en innumerables generaciones de estudiantes. Nuestra propia promoción fue beneficiaria directa de ese auténtico apostolado asumido con compromiso y con devoción, y en él tuvimos a uno de nuestros más generosos e influyentes maestros dentro y fuera del aula. Además de muchos otros temas y saberes, su cátedra extraordinaria sobre los Maestros del Exilio Español, una de sus mayores especialidades, ha ofrecido un espacio vital para explorar y reflexionar sobre las conexiones entre la creación literaria y las circunstancias que la estimulan e impactan.
Las tertulias literarias y musicales en su casa eran memorables, con estupendos comensales (infaltables, por ejemplo, sus cercanos Malena Mijares y Eduardo Casar, también en algún momento nuestros maestros), con por supuesto muy buenas bebida y comida. Con mi querido Fernando Fernández y otros escasos correligionarios, entonces lectores infatigables y compañeros de andanzas, disfrutábamos a plenitud de esos encuentros formidables y muy aleccionadores, y no pocas veces terminábamos amaneciendo en el Mercado de Mixcoac para tomar un siempre reparador buen caldo de camarón. ¡Cómo no recordar esos maravillosos años de formación! Mi amistad con Fernando sigue incólume hasta la fecha, y si bien a Gonzalo no lo veo muy seguido, cuando me lo encuentro, en una feria del libro o en una presentación, siempre lo saludo con placer y con cariño, con eterno agradecimiento.
Un apasionado y conocedor puntual de nuestro idioma, lo que lo convirtió en miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua y en su titular desde hace unos años, Gonzalo no solo es un muy destacado escritor (narrador, ensayistra y crítico), editor y académico, sino también un notable embajador de la cultura hispánica, en el entendido de que la lengua constituye uno de los elementos esenciales de nuestra identidad. Su reciente reconocimiento con el Premio Cervantes, el mayor galardón en nuestro idioma, subraya su valiosa contribución a las letras en español, en sus múltiples y variados frentes. A través de una carrera que abarca más de cinco décadas, ha logrado tejer un entramado intelectual que va más allá de la creación literaria, porque la literarura constituye de igual modo un espacio natural de reflexión y de análisis, de deconstrucción y construcción obligadas.
Cuando no ofrece espacios gozosos para ahondar en autores y obras determinantes en el delineado de su propia poética como Mentideros de la memoria y Cánones subversivos, otras obras esenciales suyas como las novelas Y retiemble en sus centros la tierra y El metal y la escoria, o los ensayos El viaje sedentario y México, ciudad de papel, por ejemplo, reflejan una no menos profunda y auténtica preocupación por la identidad y la memoria colectiva, así como una búsqueda constante de los espacios donde la literatura y la historia se entrecruzan y convergen. El también aquí crítico penetrante afila su escalpelo para examinar cómo el pasado moldea el presente en el contexto mexicano, cómo lo acontecido determina el tiempo actual y lo por/venir, porque, como bien escribió Ortega y Gasset, el hombre es él y sus circunstancias anteriores e inmediatas. Dueño de una prosa poderosa y punzante, y no pocas veces poética, el lector es guiado por un laberinto de voces, experiencias y referencias que invitan a la reflexión, y donde la Ciudad de México y el país ––un micro y un macrocosmos compartidos–– aparecen como personajes, espacios íntimos y globales al mismo tiempo. Ya escribió Tolstói “Si quieres ser universal, pinta tu aldea”.
Muy provechoso director de nuestra Facultad y de la Coordinación de Difusión Cultural en la UNAM por extendidos periodos, en su breve pero nutrida etapa como titular del Fondo de Cultura Económica (FCE) consiguó significativos acuerdos y coediciones con importantes editoriales e instituciones. Su propuesta de crear colecciones donde se dialogara con distintas culturas en lenguas indígenas, que tantas veces celebré con mis muy dilectos Carlos Montemayor y Enrique Servín, es un claro reflejo de su no menos auténtico compromiso no solo con la diversidad, sino también con la justicia cultural, en una admirable cruzada editorial que por desgracia no se siguió detonando como debiera. Esta valiosa colección intercultural planteaba una siempre saludable y obligada necesidad de dar voz a las culturas ancestrales, especialmente en un país donde la identidad indígena ––en un contrasentido, de cara a un mundo que precisamente valora esa diversidad–– a menudo se ve marginada.
La relevancia de la no extensa pero sí compacta obra de Gonzalo Celorio se extiende más allá de las fronteras literarias y académicas. Su intervención en debates contemporáneos sobre la identidad y la herencia cultural demuestra una aguda conciencia de los problemas que enfrenta la sociedad mexicana y latinoamericana en su conjunto, y esas constructivas discusiones trascienden al corpus de su obra. Su afirmación incendiaria de que la conquista espiritual es responsabilidad compartida, es un ejemplo de su capacidad para hallar caminos de reconciliación en un pasado tumultuoso, subrayando siempre el sentido de comunidad. Y como el escritor empieza por adentrarse en su propio mundo interior, que es a la vez proyección del de afuera ––los interlineados de la escritura creativa––, su corrosiva y a la vez estrujante gran saga familiar integrada por Tres lindas cubanas, la citada El metal y la escoria y Los apóstatas creo que concentra su más sólida aportación al contexto de las letras hispanoamericanas. España, Cuba y México, que definen el mapa identitario del propio escritor, están aquí hermanados por la pluma afilada de un narrador sagaz y maduro.
Este reconocimiento del Premio Cervantes, que ha galardonado a figuras como Octavio Paz y Carlos Fuentes, por sólo citar a los dos escritores mexicanos de mayor renombre en la nómina, sitúa a Gonzalo Celorio en un linaje de polígrafos comprometidos, pero también lo distingue como un creador con una voz única que captura la complejidad de la experiencia humana en su búsqueda por significados siempre imprescindibles para subrayar una identidad, como bien afirmaba el propio Paz, no pocas veces conflictuada. Su escritura explora así, entre otros temas de su interes y de su preocupación, la ironía y la melancolía, el desencuentro y la búsqueda, la soledad y el hallazgo. ¡Enhorabuena, mi querido Gonzalo!

